En una reveladora escena de La sombra del actor, el personaje de Simon Axler, un intérprete sumergido en una severa crisis profesional y existencial, recibe una oferta para regresar a Broadway tras sufrir un episodio psicótico sobre el escenario de su última función teatral. Inseguro respecto a sus posibilidades de resurrección, Axler exclama: “¡Están deseando ir a ver a un freak! ¡Me he convertido en un freak!”. Este estallido de miseria y autocompasión es un buen reflejo del ánimo suicida con el que Al Pacino explora los estigmas de un crepúsculo que parece dibujado sobre la frontera entre la realidad y la ficción. Y es que La sombra del actor invita al espectador a trazar conexiones entre el personaje de Axler y la figura de Pacino. El deterioro físico de ambos resulta evidente; sin embargo, mientras que la debacle de Axler apunta directamente hacia la muerte, los excesos bufonescos de Pacino tienen como objetivo la conquista de la gloria artística.

El legendario protagonista de la saga de El padrino lleva más de una década batallando contra la pérdida de ese halo de contención que equilibraba su tendencia a la sobreactuación. Su último año de esplendor fue 1999, cuando estrenó aquel eléctrico programa doble formado por Un domingo cualquiera y El dilema. Desde entonces, la sombra del ridículo y la autoparodia han planeado por encima de Pacino, que con La sombra del actor recupera un cierto halo de dignidad gracias a su desquiciada y valiente exploración de la cara más patética de la vejez. En todo caso, Pacino no ha dejado de ser Pacino: el rey del histrionismo, el padrino de la visceralidad, uno de los últimos grandes portavoces de aquel “método” que convirtió a James Dean, Marlon Brando, Dustin Hoffman y compañía en máquinas de sentir y sufrir.

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En todo caso, más allá del show de Pacino, La sombra del actor –dirigida por Barry Levinson (Sleepers, La cortina de humo)– destaca por su muy extraña adaptación de La humillación, la novela de Philip Roth. Mientras que el texto del autor de Pastoral americana se presenta como una serena y grave exploración de un ego desmedido y la angustia provocada por la sombra de la mortalidad, el film de Levinson va dando tumbos entre el drama carnavalesco, la comedia burlesca y el delirio onírico. Es como si las lúcidas reflexiones de Roth acerca del patetismo inherente a la vejez fueran filtradas por la mirada trastornada del protagonista. Así, la cámara bamboleante de Levinson –que tiene como único referente el cuerpo abatido y los andares paquidérmicos de Pacino– y la artificiosa iluminación construyen una visión subjetiva del delirio mental del protagonista.

En definitiva, La sombra del actor fluye de un modo parecido a los flujos de conciencia literarios, dando forma a una fantasmagoría en la que Axler (Pacino), una figura casi quijotesca, batalla contra unos demonios interiores que se manifiestan mediante tramposas alucinaciones. La sombra del actor resulta una película difícil de clasificar: podría tratarse de un híbrido genial de tragedia y farsa, aunque lo más probable es que se trate de un film grotesco que se presta a la lectura kitsch.