Hacia el final de Edipo Rey de Pier Paolo Pasolini, el Edipo encarnado por Franco Citti, y acompañado por la figura angelical de Ninetto Davoli, se (tele)transporta desde los escenarios de un pasado mitológico al presente de la Italia de finales de los años 60, golpeada por lo que Pasolini consideraba una profunda crisis moral. La figura intemporal de Edipo, condenada a la ceguera después de agujerearse los globos oculares, se convertía en el testimonio trágico de un presente de confusión, mientras Davoli, con su eterna alegría infantil, devenía el recuerdo de la inocencia perdida. Varias de las ideas que cuajaban en el epílogo de Edipo Rey reaparecen en Lazzaro feliz, la tercera y gran película de Alice Rohrwacher, que se alzó con el premio al Mejor Guion en la pasada edición del Festival de Cannes.

Escindida por una brecha tan elíptica como cósmica, Lazzaro felice nos lleva desde una Italia rural de coordenadas temporales confusas –hay una comunidad de agricultores que parece salida del temprano siglo XX de El árbol de los zuecos de Ermanno Olmi– hasta una Italia contemporánea mendicante y tristemente reconocible. Rohrwacher emplea este salto temporal para plantear una cierta continuidad en los modos de opresión del poder sobre la ciudadanía: si antes eran los terratenientes los que oprimían a sus empleados, hoy es la banca –y los poderes facticos y culturales en su conjunto– la que ha tomado el control de la sociedad, liquidando por el camino todo rastro de humanidad. Sí, Lazzaro feliz es un lúcido ejercicio de ese cine «hecho políticamente» que reclamaba Jean-Luc Godard, cuyo último film, El libro de imagenes, compartió espacio y espíritu con la fábula de Rohrwacher en Cannes.

Entre las virtudes de Lazzaro feliz está la demostración de que, en materia cinematográfica, todo puede devenir un gesto político. Por ejemplo, la decisión de filmar en formato analógico, en 16mm, descubriendo en las texturas granulosas del cine pretérito una intemporalidad con la que hacer dialogar pasado y presente. O el interés por el cine anticronológico: de una escena a la siguiente, podemos pasar de un día soleado a uno nevado (sólo un ejemplo de cómo el film rompe con la ortodoxia fílmica y deviene una obra imprevisible). O la opción de filmar algunas escenas nocturnas empleando únicamente bombillas que resplandecen en el interior del espacio escénico: una austeridad formal que sitúa el foco en las vivencias íntimas de los protagonistas, una escala humana que luego despega hacia lo histórico y lo sociopolítico gracias a la brecha central de la película. Una escisión que, además, pone en juego una suculenta reflexión acerca del modo en que los mitos y leyendas dan forma a una consciencia colectiva, se transmiten a través de la oralidad y tienen su eco en vivencias contemporáneas. En este sentido, Lazzaro feliz está tan cerca de los maestros del Neorrealismo, de Fellini, de Pasolini o los hermanos Taviani como de Mysterious Object at Noon, la seminal ópera prima de Apichatpong Weerasethakul.

Resultaría absurdo intentar describir la magia de Lazzaro feliz sin hacer hincapié en su memorable personaje protagonista, Lazzaro, a quien da vida el joven actor no profesional Adriano Tardiolo, una revelación actoral –todo verdad– como no se veía seguramente desde la Adèle Exarchopoulos de La vida de Adèle. En la fábula moral que construye Rohrwacher, Lazzaro es una encarnación sublime de la inocencia y la bondad. Con su semblante pasmado y su gestualidad tosca, Lazzaro contamina su bonhomía a todo aquel que le rodea (es incluso capaz de entablar amistad con el consentido hijo de una marquesa), mientras que su generosidad le convierte en la víctima perfecta de individuos sin escrúpulos. Nuestro protagonista atraviesa diferentes escenarios y tiempos como el Ninetto Davoli de Edipo Rey o Pajaritos y pajarracos, también de Pasolini, donde junto a Totò emprendían un surrealista viaje cargado de humor, sentido del absurdo y ecos trágicos.

La película no oculta la condición marginal de Lazzaro y los suyos, lo que dará pie a una punzante disección de la cara más hiriente de la lucha de clases. Los ricos ejercen su poder con un cinismo lacerante, mientras los pobres no encuentran los medios para salir de la ignorancia. Una realidad que Rohrwacher aborda de manera frontal, pero que por fortuna no le impide admirar la belleza incontestable del mundo: la dulzura de dos adolescentes que descubren el amor entre unas plantas de tabaco, la generosidad de aquellos que no tienen nada y que están dispuestos a darlo todo (por ejemplo, una bandeja de pasteles de 50 euros), la tenacidad de un joven dispuesto al sacrificio para ayudar a un amigo… Figuras que coronan una película sublevada, compasiva, que se sitúa al margen de la corriente misantrópica predominantes del cine actual. Una obra que no solo nos alerta de los males de nuestro presente, sino que además nos da las herramientas afectivas para derrotarlos.