Como ocurre en la mayoría de películas de Steven Spielberg, Los archivos secretos del Pentágono contiene un buen número de escenas en las que la bandera estadounidense ondea flamante, poniendo de manifiesto el espíritu patriótico de un director que ha hecho de la crónica histórica de su nación uno de los pilares de su obra fílmica. Sin embargo, cabe apuntar que Los archivos… tiene poco del maniqueísmo de obras como El color púrpura o Amistad, mientras que su discurso esquiva el heroísmo sin fisuras de Salvar al soldado Ryan. Plenamente asentado en un periodo de madurez artística, iniciado con Lincoln, Spielberg es hoy un cineasta más complejo, más ambiguo e incómodo en su abordaje a la realidad tanto pretérita como contemporánea.

Si en El puente de los espías el director de La lista de Shindler se atrevió a adoptar el punto de vista del abogado defensor de un espía ruso para criticar la suspensión del estado de derecho en nombre de la “seguridad nacional”, en Los archivos… no le tiembla el pulso a la hora de ensalzar la figura de un delator que saca a la luz pública las mentiras sobre la Guerra de Vietman proferidas por cuatro gobiernos norteamericanos (aquí resulta difícil no pensar en la figura de Chelsea Manning). En el clímax de la subtrama protagonizada por “el chivato” –un momento tocado por la oscuridad y la paranoia del cine de espías–, Spielberg filma al delator en contrapicado e iluminado por un foco de luz que lo resguarda de las sombras que envuelven la habitación de hotel donde transcurre la escena. Una imagen que acentúa la honorabilidad de la lucha contra los secretos y mentiras del estado, y que convierte al “traidor” del oficialismo en un héroe trágico. Nada es simple en la mirada crítica y al mismo tiempo idealista del Spielberg actual. Así, por una parte, Los archivos… crítica sin ambages la hipocresía de la clase política de la América de los años 60 y 70; sin embargo, al mismo tiempo, el cineasta se muestra comprensivo (se diría que incluso compasivo) con la encrucijada política a la que tuvo que hacer frente el mítico Secretario de Defensa Robert McNamara, encarnado por Bruce Greenwood, un actor experto en interpretar tanto a héroes como villanos: una mina de oro para el nuevo Spielberg.

Bruce Greenwood como Robert McNamara.

En esta película de múltiples caras y ramificaciones, el núcleo del relato lo conforma la emocionante lucha por la libertad de prensa que protagonizan la propietaria, Kay Graham (Meryl Streep), y el jefe de redacción, Ben Bradlee (Tom Hanks), del Washington Post, que se enfrentan al dilema de acatar o no una sentencia judicial que prohíbe al New York Times publicar información sobre un comprometido informe de la CIA. Los cinéfilos no podrán evitar sentir un escalofrío de nostalgia al ver la redacción del “Post” que mitificaron Robert Redford y Dustin Hoffman en Todos los hombres del presidente. Aquí, Nixon es de nuevo el Goliat de la historia: le vemos de espaldas, en el despacho oval, acusando al Times de ser “el enemigo”, con la sombra de Donald Trump perfilándose en el horizonte de la Historia.

Cargada de resonancias contemporáneas, Los archivos del Pentágono –un título español que parece contraponerse al original, The Post– deviene una gran película gracias al dominio que demuestra Spielberg en el manejo de sus herramientas formales y narrativas de cabecera. Para articular un urgente alegato en favor de la independencia de los medios de comunicación, el director de Atrápame si puedes elabora un conjunto de montajes paralelos en los que vemos al personaje de Hanks enfrascado en tareas periodísticas mientras el de Streep debe pasar cuentas con los accionistas del diario (un universo hostil y enteramente masculino). A la postre, el destino del personaje de Streep se concretará en un nuevo montaje paralelo donde, en compañía de McNamara, deberá decidir si asumir el rol de empresaria, sometida a las leyes del mercado, o el de luchadora en defensa de la verdad. El dilema puede parecer elemental, pero el modo en que lo presenta Spielberg acentúa el cúmulo de complejas implicaciones personales e ideológicas que entran en juego en la decisión de la protagonista. De hecho, en otro momento clave del film –una conversación telefónica en la que vuelve a planear el dilema negocios/verdad–, Spielberg decide filmar a Streep desde las alturas, en un plano picado, aludiendo al peso de la Historia que recae sobre los hombros de la protagonista: nada más terrorífico, más trascendente, más humano. He aquí la grandeza de un cineasta afianzado en la cumbre del neoclasicismo.