Todo lo que incumbe a esta crónica verídica de una trama organizada por cooperantes humanitarios franceses para transportar a huérfanos africanos hasta parejas adoptivas dispuestas a pagar –bajo la apariencia de una ONG ficticia centrada en la mejora de sistemas educativos– es escrupulosamente realista. Y las preguntas que plantea sobre el altruismo occidental en el tercer mundo son tan pertinentes como la urgencia con la que se cuenta la historia. Empezando por el terco y metomentodo Jacques al que da vida Vincent Lindon, un hombre de principios selectivos, a todos los personajes se les permite tener defectos sin que los cineastas los condenen por ello. Cuando el grupo habla y discute sobre el sentido de su misión, se escucha un ruido honesto y cacofónico en lugar de un conteo de puntos retóricos.

Por desgracia, ese mismo deseo de presentar todas las caras del problema da como resultado una película tan equilibrada que casi se neutraliza a sí misma dramáticamente –con la subsiguiente dosis de “toques álgidos” que deben tensar el relato–. A ratos, el director Joaquim Lafosse recurre al lenguaje visual y aural de los thrillers (veloces cortes de montaje y aporreo percusivo) para dar forma a una película que lidia principalmente con luchas interiores. Mientras, la mejor idea del guión –la inclusión de una periodista (Valérie Donzelli) que se ve implicada en la trama mientras intenta protegerse con su cámara de video– no se exprime lo suficiente como para otorgar al film un forma persuasivamente autoreflexiva. A la postre, la película es absorbida por los mismos mecanismos de película-de-suspense que guiaban Argo de Ben Affleck, incluida una escena climática de persecución. Y mientras que todo es llevado a cabo de forma convincente y sin obvios clichés, la impresión final es la de un film que evita las malas elecciones sin ofrecer nada sustancial a cambio.