Víctor Esquirol (Festival Punto de Vista)

En un abrir y cerrar de ojos, el Imperio Español perdió prácticamente todos “sus” territorios. Con las heridas coloniales todavía abiertas, el Rey Alfonso XIII miró al horizonte y halló en aquellas tierras de ultramar el reflejo de la grandeza de antaño, la obra imperecedera de un reino menguante que soñaba con volver a expandirse. Lo que se había destruido se podía reconstruir, así lo hizo saber tanto a su pueblo como a las “repúblicas americanas”, en un discurso que invadió las ondas radiofónicas en el año 1924. Con el recuerdo de dicha emisión arranca la nueva película de Jorge Moneo Quintana, un trabajo con material de archivo –que podría formar un interesantísimo programa doble con Anunciaron tormenta de Javier Fernández Vázquez– donde se reflexiona sobre aquello que se va y aquello que permanece ante los ojos de la Historia. De hecho, el cortometraje Begiak hesteko artean juega, durante un cuarto de hora, con una serie de fotografías de un mismo bloque de casas de Vitoria tomadas en un período de más de seis décadas, entre 1910 y 1976. Unas instantáneas a las que Moneo Quintana aplica todo tipo de distorsiones: filtros, sonido de fondo, recombinaciones… La narración fílmica, dividida en capítulos que se suceden sin respetar la lógica numérica, funciona como un transistor temporal que intenta sintonizar con el dial (o momento histórico) adecuado. El ruido blanco de la frecuencia modulada se transforma en la voz de Alfonso XIII, y esta deja paso a un estallido ensordecedor.

Este estruendo puede deberse a una carga explosiva, o a una bomba arrojada desde el cielo. Se desconocen las causas, o mejor dicho, estas perecen ante el desparrame de sus consecuencias. El espacio donde antes se erigía un edificio, ahora es penosamente ocupado por sus escombros, por una metralla a base de ladrillos, adoquines y vigas de madera igualmente resquebrajadas. Pero no hay tiempo para lamentarse, pues en un abrir y cerrar de ojos las ruinas se han recompuesto. Ahora se oyen, a lo lejos, las obras que deben enmendar el caos, y cuando nos hemos dado cuenta ese solar se ha reconvertido en edificio. Efectivamente, no importa el orden en la secuencia de eventos, porque la linealidad cronológica ha desaparecido en favor de un ciclo en el que destrucción y reconstrucción forman parte de la misma violencia. Por último, cuando parece que este bucle infernal logra estabilizarse, Moneo Quintana limpia las impurezas que las fotografías han ido acumulando con el paso del tiempo: un acto de restitución. Sin necesidad de pasar a la siguiente imagen, se instala una certeza en nuestra retina: el tiempo, sin importar la dirección en la que vaya, no se detiene. Lo que vemos adquiere una naturaleza acuosa, como líquida es la Historia de la que nos hablan. Todo fluye, nada permanece… excepto el gran capital, poder supremo por encima de reyes y emperadores, cuyas inamovibles construcciones (estas sí) contemplan el eterno caer y resurgir de todos los elementos a su alrededor.

El gesto de mirar al pasado para intentar comprender el caos presente reaparece en el nuevo trabajo de Patricia Esquivias, artista española de origen venezolano. El mediometraje Cardón cardinal nos habla, de nuevo, de aquello que viene y se va, a juzgar por el mar de evidencias que nos deja su rastro histórico. Ahora se trata de rehacer una odisea en la que se revela una realidad exasperante. Toca seguir el camino de ida sin vuelta de un ejemplar de pachycereus pringlei, un cactus gigante del desierto de Baja California que en el año 1992 fue trasplantado de México a España para decorar el pabellón del país centroamericano en la Exposición Universal de Sevilla (de nuevo 1992, nodo histórico capital que Luis López Carrasco ha de/reconstruido en El año del descubrimiento). El relato de tan magnífico vegetal es conducido por una voz en off que, como la del entrañable “alienígena” neoyorquino de How to With John Wilson, balbucea, recula y parece dar pasos en falso. Pero, en este caso, la narración errática no responde a las inseguridades del narrador, sino al uso de un formato abrumador. Sobre la tapa de un piano, se deposita un ordenador portátil que se abre, se enciende… y nos absorbe. Entra en acción el cine de la captura de pantalla, el desktop film, compuesto por ese tipo de archivo multimedia que abarrota el disco duro de nuestros PCs.

En Cardón cardinal, las imágenes decorativas de un siglo lejano se combinan con la grabación de una excursión escolar, y esta con el ripeo en mala calidad de una película inédita para las nuevas audiencias. Se multiplican las pestañas del navegador virtual y, claro, Esquivias se va por las ramas, en un aparente ejercicio de procastinación que remite a las crónicas del fracaso de Carlo Padial. Pero si en Mi loco Erasmus, por ejemplo, se imponía la imposibilidad de la concreción, en Cardón cardinal la dispersión no es más que el síntoma de un discurso que se expande de un modo lógico. El cactus que nació y creció en México, y que ahora mismo muere (de asco) en España, echa raíces en todas partes. Por el camino, quedan apuntes sobre etnografía, arte, urbanismo, geopolítica, viejos y nuevos colonialismos… La Historia como un cuento-mosaico que hoy se inmortaliza mediante una constelación algorítmica de información digital, y que no sabemos si arroja luz o si, por el contrario, emborrona. Esquivias se acerca al conocimiento dejándose quemar por él, exponiendo así la confusión sobre la que se levanta un mundo en el que la accesibilidad y la (falsa sensación de) importancia se han fundido peligrosamente en un mismo sistema operativo.