De entre las numerosas tensiones y contradicciones que vivifican o momifican Mank, David Fincher reserva un lugar de privilegio a la idea de la creación artística –en particular, la cinematográfica– como una forma de expresión tan personal como expuesta a condicionantes industriales y procesos de colaboración. El héroe de este biopic ambientado entre el corazón y los márgenes del Hollywood de las décadas de 1930 y 1940 –el dramaturgo y guionista Herman J. Mankiewicz– se embarca en la titánica escritura del guion de Ciudadano Kane tomando como inspiración su relación con el magnate de la prensa William Randolph Hearst, mientras “la meca del cine” y Orson Welles parecen conspirar para, respectivamente, sabotear su empresa literaria y escamotearle un merecido reconocimiento. Fincher conoce bien lo que significa luchar por la autonomía creativa en el agresivo ecosistema de Hollywood –para la leyenda queda su negociación con Twentieth Century Fox para hacer posibles, vía recortes en el presupuesto de El club de la lucha, una costosa secuencia de títulos de crédito iniciales–, mientras que su crucial colaboración con los miembros de Nine Inch Nails, Trent Reznor & Atticus Ross, y sus rifirrafes con Ben Affleck durante el rodaje de Perdida son de dominio público. En este sentido, no resulta difícil apreciar en el Mankiewicz de Mank –a quién Fincher presenta como un genio atormentado por las adicciones y expuesto a la mercantilización del arte– un alter ego del director de La red social. Que Mank aparezca bien aclimatado a un mundo, el del entertainment, que él mismo desprecia parece reafirmar el vínculo entre la criatura (Mankiewicz) y su creador (Fincher, uno de esos cineastas apasionantes y conflictivos que, como Spike Lee o Jonathan Glazer, saben exponer el hedor de la bestia capitalista mientras maman de su pecho).

En el retrato del Hollywood clásico que perfila Mank conviven la visión idealizada de un edén creativo y la ácida radiografía de un pozo de hipocresía y explotación. En un alarde de nostalgia, Fincher aliña con una tonadilla jazzística una estampa de la fértil ociosidad en la que operaban los genios de la escritura fílmica del estudio Paramount: un boy’s club, o una social network, formada por gente como Charles MacArthur, Charles Lederer, Ben Hecht y el propio Mank, entre otros. Mientras, en una pataleta reprobatoria, que da lugar a una de las peores escenas de la película, Fincher caricaturiza al mítico Louis B. Mayer en un walk and talk en el que el presidente de la MGM se refiere a las películas como fueran gallinas de huevos de oro: el magnate se echa la mano al corazón y a la entrepierna para describir los “valores” de su fábrica de sueños. Uno intuye que Mank será recordada, junto a El curioso caso de Benjamin Button, como una de las obras más transparentes de Fincher, que aquí renuncia a toda opacidad para esculpir un memento mori del legado del cine clásico, que en su origen se instauró como una de las grandes factorías narrativas y estéticas del siglo XX. También es probable que este film-remembranza, en el se alude al tránsito del cine mudo al sonoro, quede para la Historia como el aullido relumbrante de un autor que, ante el peligro de extinción de su especie (la-autoría-yanki-de-presupuesto-medio: Tarantino, los Coen, los Anderson, Gray), ha firmado un pacto fáustico con el algoritmo de Netflix.

De forma lógica y poco productiva, el estreno de Mank ha reabierto el debate en torno a la autoría de Ciudadano Kane, “la mejor película de la historia” hasta 2012, cuando Vértigo de Hitchcock le arrebató el liderato en el ranking de la revista Sight & Sound (habrá qué ver qué ocurre en 2022, tras el hype wellesiano orquestado por Netflix). Una polémica que abrió Pauline Kael en 1971 con la publicación del ensayo Raising Kane, en el que ponía en cuestión el rol jugado por Welles en la gestación de su monumental ópera prima. Con el tiempo, los argumentos de Kael fueron desmontados por diferentes estudiosos, aunque la réplica más contundente la firmó Peter Bogdanovich en la revista Esquire en 1972 (un artículo que, según la rumorología wellesiana, fue escrito en realidad por el propio cineasta de Kenosha). Lo cierto es que Mank no pretende añadir leña a este fuego ya extinto. Los partidarios de Kael, si es que todavía queda alguno, podrían engañarse y ver en el film de Fincher una diatriba contra el estatuto autoral de Welles, pero para ello deberían hacer oídos sordos a las alusiones que hacen diversos personajes al más que probable trabajo de reescritura del guion de Mankiewicz que realizó Welles. Por no hablar del tratamiento totémico que reserva el director de The Game al imaginario y a la figura del autor de F for Fake, cuyo estruendoso empleo de la profundidad de campo es abrazado de un modo devocional por Fincher. Cuando, hacia el principio de Mank, Welles aparece en pantalla reencarnado en el imponente semblante de Tom Burke, la cámara muestra al joven prodigio pegado al teléfono, en un plano en escorzo, haciendo bailar los dedos de su mano derecha con un deje todopoderoso, antes de volverlo a mostrar en un plano medio, ligeramente contrapicado, en un rimbombante contraluz. Cuesta imaginar un modo más claro de imprimir la leyenda de un creador incuestionablemente colosal.

En todo caso, la ruidosa polémica entre Kael, Bogdanovich y Welles originó verdaderas muestras de genio crítico. La más destacada de todas fue probablemente la reseña del artículo/libro de Kael que Jonathan Rosenbaum escribió para Film Comment en 1972. En aquella pieza de orfebrería analítica, el crítico wellesiano recuperaba una carta escrita por Mankiewicz para meditar sobre la colaboración entre el guionista y el autor de El cuarto mandamiento: “Con la imparcialidad que siempre he reconocido como mi virtud más remarcable, le dije a Orson que, pese a esto y aquello, el Sr. Hearst era, en muchos sentidos, un gran hombre. Por su parte, Orson afirmó que Hearst había sido, y era, ni más ni menos que un cretino, alguien que se había equivocado, sin excepción, en todo lo que había abordado”. Este flagrante contraste de perspectivas invitaba a Rosenbaum a reflexionar sobre las tensiones internas que convirtieron a Ciudadano Kane en una obra vibrante: “(El film de Welles) alienta la idea de que Kane es ‘un gran hombre’, y ensalza la tiranía del poder en su intento por condenarla. (…) Curiosamente, cuando hallamos intentos similares de excusar la megalomanía en Mr. Arkadin o Sed de mal, no se percibe la misma convicción. Uno sospecha que la singularidad de Ciudadano Kane en la obra de Welles reside esencialmente en el hecho de que, en ella, la corrupción se estudió desde una perspectiva corrupta (la contribución de Mankiewicz), mientras que los otros films de Welles observan la corrupción desde una atalaya de inocencia”.

La dialéctica de la corrupción y la inocencia, invocada por Rosenbaum en relación al punto de vista del creador cinematográfico, parece, ahora sí, una buena puerta de entrada a la obra de Fincher y a los entresijos de Mank. De hecho, ¿no sería esa “perspectiva corrupta” el punto de vista privilegiado de varias de las grandes películas de Fincher? Me refiero, por ejemplo, a la fascinación de corte nihilista por la (auto)destrucción tribal de El club de la lucha; a la crueldad del demiurgo que mueve los hilos de The Game; a la sublimación de la megalomanía, a golpe de fast-talking, en La red social; o al deje sensual y magnético de la voz en off de la psicópata en Perdida. Pero, entonces, ¿dónde queda la inocencia? ¿Quizá en la honda pesadumbre de los investigadores de Zodiac, siempre movidos por su ética profesional, que colinda con un cierto idealismo? ¿O es quizá el modo “corrupto” de destruir esa inocencia la clave de la obra maestra de Fincher? Y, finalmente, ¿dónde queda Mank en este sombrío mapa autoral? La impresión de este crítico es que, en su nuevo film, Fincher renuncia a su mirada “corrupta” para abrazar la “inocente” mirada de su padre, Jack Fincher, autor del guion de Mank, quien impone una mirada benévola, cómplice, casi condescendiente para con el personaje de Mankiewicz. El gesto paterno-filial es profundamente conmovedor, aunque a la vez resulta terriblemente problemático, sobre todo cuando uno percibe en Mank una colección de momentos y decisiones que tienden a “desnaturalizar” la labor del cineasta. ¿Qué hace ahí esa media sonrisa de admiración que Fincher pone en el rostro de Irving Thalberg, el archienemigo de Mank, cuando, tras una fuerte disputa, nuestro “héroe” ya ha abandonado la aristocrática oficina del magnate de Hollywood? ¿Qué lleva a Fincher a olvidar su estilo afilado y conciso cuando filma enfáticamente la escena de la redención de Mank, cuando descubrimos que tras el sarcasmo del personaje se oculta un nuevo Schindler, un salvador de judíos ante la catástrofe del Holocausto? Signos de “inocencia” que se vuelven especialmente flagrantes en la recta final de la película, cuando la quimera creativa del protagonista se vuelve más palpable y su humanidad (para con el personaje de su secretaria, por ejemplo), más evidente.

Los problemas con la “inocencia” de Mank terminan afectando, de forma colateral, al trabajo actoral de Gary Oldman, quién encarna con brío al guionista alcohólico. En lo que parece el impulso natural de una mirada “corrupta”, Fincher compone, en el arranque del film, una bienvenida sesión de tortura actoral. Como el Hitchcock de La ventana indiscreta, Fincher inmoviliza a su protagonista, a lo que hay que sumar un severo tratamiento de shock abstemio. Pero no es solo el personaje quién se descubre incapaz de bailar al son de su propia partitura. El actor, Oldman, también aparece desprovisto de algunos de sus tics favoritos: los aspavientos histriónicos, esos caminares danzarines o paquidérmicos, su característico ánimo furibundo y expansivo… Sin esa red gestual acomodaticia, postrado en una cama que le sirve de página en blanco, Oldman elabora momentos de gran resonancia emocional e intelectual. Escucharle dictar, al personaje de la secretaria, con ánimo firme y sereno, la voz en off del noticiario con el que arrancaba Ciudadano Kane supone un goce cinéfilo de altísimo vuelo. Poco después, Mank alcanza su momento más sublime cuando, durante el recitado de uno de los monólogos más célebres del film de Welles (el del personaje de Bernstein), Fincher ilustra las palabras de Oldman con una imagen que quedaba en fuera de campo en Ciudadano Kane (una estampa de la mirada fugaz de una mujer que acompañaba a Bernstein hasta su vejez). Por desgracia, la complicidad de la película con el personaje de Mank, su inclinación a clarificar todas sus virtudes y defectos, termina liberando a Oldman de casi todo amarre, permitiendo que el intérprete se entregue a sus habituales muestras de artillería dramática. El ortopédico montaje paralelo final, que entrecruza los enfrentamientos de Mank con Hearst y Welles, le puede asegurar a Oldman una nominación al Oscar –también puede sellar una nominación póstuma para el guion de Jack Fincher–, pero es probable que quede para la historia como un chascarrillo fílmico, una fuente de memes a la altura del “I drink your milshake!!” del final de Pozos de ambición (There Will Be Blood) de Paul Thomas Anderson.

Mank puede verse, en diferentes sentidos, como una película que incumple sus promesas. De partida, los intrigantes títulos de crédito iniciales, una versión 3D de los clásicos rótulos-sobre-cielo-nublado (y una variación retro de los créditos de La habitación del pánico), parecen la promesa de una película exuberante en lo formal y atrevida en su despliegue digital. La realidad es que, pese al vivaz trabajo de puesta, Mank, lejos de la compulsión innovadora de Ciudadano Kane, es una película cimentada sobre eléctricos planos-contraplanos y elegantes travellings horizontales. En cuanto al empleo de la tecnología digital, Fincher se decanta por prolongar la vía sutil abierta por Zodiac (el empleo de efectos que pueden pasar desapercibidos en la recreación histórica), en detrimento de las propuestas más ostentosas de films como El club de la lucha o El curioso caso de Benjamin Button. Más allá de especular con qué opción hubiese atraído más a Welles (probablemente la segunda), la cuestión es que, cuando Fincher opta por una vía vanguardista, el resultado deja bastante que desear, como puede comprobarse en la ampulosa secuencia de borrachera y delirio en la fiesta de la noche electoral. En su exploración de la idea del collage digital, donde el formalismo soviético (de Eisenstein a Vertov) se da la mano con la vanguardia centroeuropea (pienso en Peter Tscherkassky), el resultado termina asemejándose a un clip ideado por Guy Maddin, pero desprovisto del espíritu burlón que anima el onirismo del realizador canadiense.

Otra promesa incumplida tiene que ver con el modo en que Mank da cuenta de la creatividad de su protagonista. En los primeros pasajes del film, Fincher se esfuerza por hacer palpable la labor de escritura de Mankiewicz y su padre: ahí están los rótulos que reproducen líneas del guion de Mank (“Ext. día…”), las manos de la secretaria de Mankiewicz transcribiendo las ideas que el guionista recita en voz alta, las discusiones sobre la estructura no lineal, orbital, del guion de Ciudadano Kane… Sin embargo, esta estimulante y detallista atención a la vertiente plástica y sonora del quehacer creativo de Mank se va difuminando a medida que los Fincher ponen el foco en la vida privada del protagonista y en el retrato de su contexto gremial y social. Así, lo que comienza como una incursión imaginativa en el encuentro entre imagen y palabra termina reducida a un conjunto de escenas en las que diferentes personajes aluden al genio artístico de Mank; como mucho, vemos cómo el voluminoso libreto de Ciudadano Kane es sostenido con delicadeza o manoseado con violencia por los interlocutores del guionista.

Estas promesas quebrantadas son un lastre importante en el saldo artístico de Mank; sin embargo, la película se toma su revancha al sobresalir inesperadamente en su vertiente más política. Y no es que Fincher no se haya interesado, en el pasado, por construir sagaces comentarios de alcance social, de la salvaje embestida contra la sociedad de consumo en El club de la lucha a las punzantes disecciones del exitismo en La red social y Perdida. Sin embargo, estas radiografías de corte sociológico tendían a enunciarse desde una cierta ambigüedad, invocando esa tensión entre inocencia y corrupción de la que hablaba Rosenbaum. Hasta la fecha, en la obra de Fincher, la rabia contra la maquinaria capitalista compartía estatus con la fascinación generada por el oropel neoliberal. Por su parte, en Mank, es posible hallar un cierto cambio de paradigma político, con Fincher dando un pasó más allá de la denuncia de las neurosis, el vacío y la desazón generadas por un mundo construido sobre la avaricia de los poderosos. En su retrato del Hollywood de los años treinta y de la América de la Gran Depresión, el director de Alien3 genera un espacio fílmico para el estudio de los ideales socialistas, representados por la toma de conciencia política de Mank y por la fascinante figura de Upton Sinclair, a quien solo veremos de lejos realizando un mitin de campaña electoral a las puertas del estudio Paramount, pero cuya obra y pensamiento ocuparán un lugar preponderante en el tramo central de la película.

En la historia literaria y política de los Estados Unidos, Sinclair ocupa un lugar ligeramente destacado gracias, sobre todo, a la publicación de su novela La jungla –que destapaba las malas prácticas de la industria alimentaria– y a sus frustrados intentos por convertirse en Gobernador de California en 1926 y 1930 por el Partido Socialista y en 1934 por el Demócrata. Para los cinéfilos, el nombre de Sinclair invita a recordar la adaptación (muy) libre de su novela Oil! (¡Petróleo!) acometida por Paul Thomas Anderson en Pozos de ambición. En cuanto a Mank, resulta revelador comparar, por un lado, el genuino interés que demuestra Fincher por el proyecto político de Sinclair, y por el otro, el carácter apolítico del film de Anderson, que se acercaba a la figura del magnate del petróleo Daniel Plainview (James Arnold Ross en la novela de Sinclair) eliminando extensos pasajes de la novela original centrados en el mundo del sindicalismo y en la lucha por los derechos de los trabajadores. En una insospechada revancha socialista, y de la mano del guion de su padre, Fincher dedica el tramo central de Mank a retratar la lucha abierta entre los trabajadores de Hollywood (y sus sindicatos) y la mezquindad y cinismo de los mandamases de la industria, terratenientes del entertainment que hallaron en el populismo de Hearst el arma más poderosa para confrontar las ideas de Sinclair.

Si ver hoy Ciudadano Kane supone descubrir una escalofriante profecía acerca de la figura de Donald Trump, las imágenes de Mank ilustran de manera elocuente la cara más siniestra de las fake news, empleadas por los estudios de Hollywood para beneficiar a Frank Merriam en su contienda electoral contra Sinclair en 1934. “Se avecina una edad de oro, en la que el mundo será un escenario y usted será tal vez su Shakespeare”, les espeta Hearst a Mank –parafraseando el célebre monólogo del personaje de Jacques en la comedia shakesperiana Como gustéis– en el primer encuentro entre el magnate y el guionista en el film de Fincher. Ante un nuevo escenario mundial plagado por las incertidumbres, Mank apunta un par de realidades difíciles de rebatir. Por un lado, que el fin de Hollywood tal como lo conocíamos es un hecho consumado, y que Netflix ambiciona presentarse como la nueva fábrica de sueños del mundo del entretenimiento. Por el otro, que más allá de los cambios cromáticos (del blanco y negro al color) de la política y la Historia, la realidad en la que vivimos sigue alentando la llama de la lucha de clases.