El hábitat natural del cine de la chilena Dominga Sotomayor, directora de la sugerente De jueves a domingo, parece ser la transitoriedad. Sus películas retratan realidades en proceso de transformación; sus escenarios favoritos son los lugares de paso. Así, mientras el espacio privilegiado de su primer film era el interior de un coche (en movimiento), Mar trascurre en un destino vacacional en Argentina, donde una pareja transita el triste camino de la separación.
En el caso de Mar, hablar de una “trama” (al menos en un sentido convencional) resulta precipitado. Más que contar una historia, Sotomayor construye un mapa de situación, una fotografía de conjunto, algo que puede parecer contradictorio teniendo en cuenta la naturaleza esquiva y evanescente de su cine, pero ahí es justamente donde reside su mayor interés. Como en el cuadro de estilo impresionista que vemos colgado en la casa de vacaciones donde transcurre parte del film, Mar sugiere una realidad palpitante, compleja, viva, a través de pinceladas (secuencias) que pueden llegar a parecer inconexas pero que terminan conformando un estimulante atlas emocional.
Profundamente elíptica, Mar esquiva de forma pudorosa los momentos de mayor tensión dramática que vive la pareja protagonista –interpretada con el desconcierto justo por Vanina Montes y Lisandro Rodríguez–. La historia del crepúsculo de una relación transcurre en una suerte de trasfondo abstracto, mientras que el primer plano lo ocupan figuras enigmáticas: los cuerpos de los protagonistas se desplazan hacia los márgenes del plano, a veces desapareciendo más allá del encuadre. Desde la sensacional La mujer sin cabeza de Lucrecia Martel, no se hacía una película con tantos cuerpos cercenados por los límites del plano. Una estrategia que Sotomayor ejecuta con precisión y espíritu lúdico: Mar puede parecer un film elegíaco, hasta cierto punto apesadumbrado, pero la curiosidad y el espíritu de experimentación que subyace en sus imágenes lo convierte en una experiencia extrañamente vigorosa.
Mar contiene más contradicciones aparentes. Por un lado, está la sensación de que la estructura del film es frágil, temblorosa, pareciera que el film se va construyendo de forma orgánica, como si el relato en fuga se fuese desplegando, (des)encajando, de manera espontánea. Sin embargo, en paralelo, uno tiene la sensación de que todos los planos cuentan, de que si faltase una sola pieza este puzzle incompleto perdería su sentido. Como en De jueves a domingo, estamos ante una película de emociones volátiles pero de arquitectura sólida, aunque vale la pena distraerse un poco en las diferencias entre ambas obras. Si De jueves a domingo –la historia de una niña que empezaba a dejar atrás la inocencia infantil– fluía como una película de Jean Renoir (había pasajes que parecían salidos de El río), Mar transcurre de forma más abrupta, más cortante, evocando las angustiosas rupturas sentimentales de las películas de Michelangelo Antonioni o la seminal Te querré siempre (Viaggio in Italia) de Roberto Rossellini. Mientras que en De jueves a domingo la mirada de la joven protagonista no servía de guía emocional, en Mar se impone el distanciamiento, la confusión de los personajes es todavía más ambigua.
Mar tiene algunas ideas de guión notables. A la protagonista le gusta leer en voz alta el horóscopo: una sugerencia irónica de la tensión entre lo determinado y lo imprevisto, el destino y el azar. En otro momento, los protagonistas siguen por televisión las consecuencias provocadas por un rayo que ha caído sobre una playa, matando a un bañista: una demostración de la fuerza incontrolable de la naturaleza y la ficción. Así se construyen los sentidos en el cine de Sotomayor, en base a pequeños apuntes que sugieren ideas. Una metodología asentada sobre los pilares del realismo cinematográfico, una corriente cinematográfica que Sotomayor dignifica con su cine de atmósferas expresivas y emociones a flor de piel.