Hace solo un año, Ari Aster debutaba en el largometraje con Hereditary, singular pieza de terror psicológico que avivaba el entusiasmo en torno a una supuesta “nueva era dorada del terror”. Sin intención alguna de dormirse en los laureles, Aster anunciaba poco después del estreno de su ópera prima que se encontraba trabajando en su siguiente proyecto, que ahora llega a nuestras pantallas con la sólida pretensión de ratificar el poderío autoral del cineasta neoyorquino. Así, de partida, Midsommar puede verse como una prolongación del interés de Aster por formular un acercamiento complejo y heterodoxo a los géneros cinematográficos: lo que en su primer film se presentaba como un híbrido entre el drama familiar y el cine de terror, en su reválida fílmica deviene una fusión de drama sentimental (con alusión directa a las películas de ruptura) y terror rural. Y es justamente esta incursión en el subgénero del horror folk lo que ha disparado las comparaciones entre Midsommar y uno de los primeros títulos de la mencionada “nueva era”, La bruja. Sin embargo, pese a compartir ciertos rasgos con el film de Robert Eggers –el destacable protagonismo femenino, el fuerte acento atmosférico, el apoyo de la joven compañía A24–, la austeridad imperante en el despliegue escénico de La bruja, que concordaba con un contexto sociohistórico marcado por el protestantismo, deviene en el film de Aster un barroquismo capaz de saturar el plano sin disipar la atención del espectador.

Midsommar narra la historia de Dani (Florence Pugh), una joven universitaria norteamericana con problemas de ansiedad que, tras una estremecedora tragedia familiar, será invitada al viaje que su novio Christian (Jack Reynor) y sus amigos han organizado a Suecia. La excusa para esta aventura transatlántica es la tradicional celebración del solsticio de verano en la comunidad nativa de Pelle (Vilhelm Blomgren), uno de los compañeros más cercanos de Christian. Las dinámicas tóxicas de la pareja protagonista se acabarán sumando a la torcida dualidad idiosincrática de los Hårga, que alterna afabilidad con unos escalofriantes rituales de tintes sectarios.

En relación al acercamiento de Aster al horror folk –con la obligada exploración de una comunidad de dudosa ética–, resulta imposible no rememorar una pieza fundamental del subgénero como El hombre de mimbre de Robin Hardy, con la que Midsommar comparte uno de sus elementos más prominentes, un imperativo escenario diurno que contrapone frontalmente la realidad de los habitantes de la comuna con la de los incautos visitantes. En lo nuevo de Aster, dicha cualidad se ve remarcada por la experiencia de las noches blancas suecas, que incrementan la sensación de desorientación. Otras obras que sugieren esta aproximación al “terror diurno” podrían ser ¿Quién puede matar a un niño? del recientemente fallecido Chicho Ibáñez Serrador, o la más contemporánea El apóstol de Gareth Evans.

Más allá del desconcierto y desasosiego invocados por ese resplandor natural perpetuo, gran parte del extrañamiento del que hace gala Midsommar tiene su origen en el consumo de sustancias psicoactivas de origen natural. Un alucinado viaje sensorial que Aster nos invita a experimentar desde el punto de vista de los visitantes; una apuesta por el subjetivismo que trastocará intensamente la forma del film. Tomando como referente (declarado) el trabajo de Roman Polanski, el film somete al espectador a dos horas de desvanecimientos, delirios y flores palpitantes. Ante este agresivo vendaval audiovisual, no es difícil que el malestar que padecen los protagonistas traspase la pantalla para posarse sobre la apabullada percepción del espectador.

Como ya sucedía en Hereditary, Aster vuelve a demostrar en Midsommar una predilección por lo sonoro a la hora de contraponer las esferas de lo placentero y lo incómodo. Una dialéctica que se hace patente en el diálogo entre el segregado aullido individual y el normalizado grito colectivo, que tendrá lugar en una suerte de sesión terapéutica de histeria comunal. Sin descubrir detalles esenciales, podemos explicar que una de las secuencias culminantes del film transcurre durante un enfermizo baile alrededor de un maypole donde, a la manera de Danzad, danzad, malditos, la desamparada Dani parecerá encontrar un nuevo propósito vital. Una escena cuya métrica aparece armonizada por los intervalos entre música y silencios, movimiento y pausas.

Desde la apertura de Midsommar, Aster hace gala de su ya conocida capacidad para generar imágenes de impacto, enfrentándose frontalmente al más puro terror. No hay aquí ni un plano, ni un movimiento de cámara dejado al azar, expresión de una personalidad autoral de carácter dominante, pretendidamente privilegiada. Si la perenne voluntad de epatar del “gran” cineasta puede resultar a ratos algo excesiva, no cabe infravalorar su capacidad para tomar decisiones que fortalecen la lógica interior del relato. Ahí está, por ejemplo, el hecho de que el cineasta no escatime metraje a la hora de profundizar en el trasfondo psicológico, emocionalmente devastador, de su protagonista, una prodigiosa Pugh, a quién descubrimos en Lady Macbeth de William Oldroyd. La joven actriz británica alberga en su rostro el peso dramático de la película, capitalizando la empatía del espectador y retomando el camino que empezó a trazar Toni Collette cuando entregó todo su ser a la madre sobrepasada por las circunstancias de Hereditary. En cuanto a Midsommar, el espectador es instado, desde un primer momento, a tomar partido en favor de la acongojada Dani. De hecho, resulta imposible no identificarse con el rostro maravillado de nuestra heroína cuando descubre en el idílico paraje sueco un antídoto a su tormento doméstico. Sin embargo, como reza una de las elegías del poeta alemán Rainer Maria Rilke, “Lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar”.