En Nimic, el nuevo y altamente tóxico cortometraje del griego Yorgos Lanthimos (Canino, Langosta), un padre de familia, de profesión violoncelista, tiene un encuentro casual con una persona cualquiera. Un suceso sin aparente importancia… si no fuera porque activará una reacción que mandará al traste su vida. En esta distanciada y rocambolesca pesadilla existencial, Lanthimos vuelve a aferrarse a un cine de la desazón: las tomas en gran angular (casi un ojo de pez que, después de La favorita, ya puede considerarse marca de la casa) deforman espacios donde supuestamente impera la armonía, mientras el montaje de sonido convierte tanto la música (aquí, un fragmento repetido de la Sinfonía Simple de Benjamin Britten) como el ruido ambiente en agentes invasivos de una realidad familiar que se desmorona a cada instante.

En el metro, el padre interpretado por Matt Dillon cruza la mirada con Daphne Patakia, y le pregunta por la hora. Una interacción banal en la que, no obstante, ya se pone en marcha ese extrañamiento que sin lugar a dudas es pura firma autoral. Ella le mira, desviando a los pocos segundos la vista hacia un punto inconcreto, y sonríe, no se sabe si de forma amistosa o perversa. Cuando finalmente contesta, da la sensación de que sus labios y su voz están ligeramente desincronizados. Un leve “fallo en el sistema” que presagia el derrumbe. De repente, el hombre se da cuenta de que está siendo perseguido por la mujer. Lanthimos muestra este angustioso seguimiento con un montaje construido a base de barridos de cámara y travellings laterales “doblados”, o “copiados”. Primero vemos a Dillon pasar por delante de un portal, y justo después vemos a Patakia caminar por delante de ese mismo fondo; con el mismo ritmo y actitud que el primero. Un juego de mímica afianzado por un montaje quirúrgico.

Al llegar a casa, el hombre intenta reafirmar su rol patriarcal ante su esposa e hijos, pero entonces la extraña prolonga su juego de sustitución, introduciendo en el relato ese halo surrealista tan del justo del director de El sacrificio de un ciervo sagrado. A estas alturas, no se sabe si estamos ante una doppelgänger malévola o, directamente, ante una ladrona de cuerpos. Así, Lanthimos invoca esos miedos profundos que solo pueden surgir de la invasión (y posterior apropiación) de aquello que creíamos intransferible. A la postre, en poco menos de un cuarto de hora, Nimic concreta toda una serie de horrores que se trasladan al patio de butacas, o al salón del espectador. A través del hurto de una identidad, el cortometraje acaba planteando un interrogante inquietante: ¿cuál es el valor del talento artístico en una sociedad dominada por las apariencias? Lanthimos responde con un auditorio a reventar en el que la música es lo de menos, o el fin de la apreciación del arte como síntoma del fin de aquello a lo que alguna vez llamamos humanidad.

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