En el marco del cine contemporáneo, no resulta fácil encontrar una película que se aproxime de forma sensible al universo de la vejez sin caer en las trampas del paternalismo y el sentimentalismo. No todo es vigilia –segunda película de Hermes Paralluelo, después de Yatasto– lo consigue aunando el rigor de una cámara que observa sin entrometerse y el genuino compromiso de un cineasta implicado afectivamente con la realidad retratada (no es para menos, tratándose de la vida de sus propios abuelos). Construida sobre la frontera entre el documento y la ficción, compuesta mayormente en plano fijo y sin adornos sonoros, la película abandona puntualmente su austeridad formal para elevarse en elegantes travellings y gracias a un emotivo momento musical que parece salido del cine de Terence Davies.

En su tierno y desnudo acercamiento a una pareja de ancianos que ve cómo se tambalea su mundo privado, su independencia, No todo es vigilia se sitúa más cerca del estoicismo humanista de Cuentos de Tokio (1953) de Yasujirō Ozu y Make Way for Tomorrow (1927) de Leo McCarey que del fatalismo de Amor (2012) de Michael Haneke. En uno de sus mayores logros, el film retrata el hogar de la pareja protagonista como un espacio cargado de misterio, donde resulta difícil saber cómo se conectan las diferentes estancias. Una noción de lo cotidiano como puerta abierta al enigma y la revelación en la que resuena, de nuevo, el legado de Ozu.

Tan rigurosa como expresiva, No todo es vigilia tiene la virtud de mantenerse fiel al parsimonioso ritmo vital de sus protagonistas. La forma y el tempo del film responden a las necesidades de la historia y no viceversa. Aunque el logro definitivo de la película reside en la forma en que materializa en imágenes algo delicado y fascinante: la lucha de una pareja que parece atrapada mentalmente en otro tiempo y que debe lidiar con la dramática realidad física que les impone su presente.