La ópera prima de Eugenio Canevari recuerda bastante a La ciénaga, el debut de Lucrecia Martel. No porque sea una copia, un reciclaje o un homenaje, sino porque ambos films comparten una mirada despiadada, impiadosa, pero nunca subrayada ni discursiva, sobre la hipocresía, la doble moral de la burguesía de esos pueblos chicos, o grandes infiernos, del interior de Argentina. Paula es, también, una película de una madurez, un aplomo, una solidez y una convicción poco frecuentes en primeros largometrajes. Todo está muy pensado: lo que se ve y, sobre todo, lo que no (el uso de la elipsis y del fuera de campo son impecables). Lo que se dice (poco) y lo que se muestra (suficiente) como para comprender en todas su dimensión, en sus múltiples facetas, en sus distintos matices, los conflictos de una chica que es tan solitaria y tan callada que resulta casi invisible para los demás.

La Paula del título (Denise Labbate) trabaja como niñera y empleada doméstica de una familia que posee una estancia en Pergamino (la familia del director es de ese origen). Los patrones cuentan con ella para que se ocupe principalmente de los chicos. Pero Paula ha quedado embarazada y nadie (ni siquiera el hombre que la dejó en ese estado) tiene demasiado interés en ayudarla. Película sobre la desatención y vulnerabilidad de la mujer en la Argentina profunda, sobre los mandatos patriarcales y un racismo contenido pero evidente, Paula también hace un buen uso de ciertos elementos atmosféricos (una perra que es sacrificada por comerse a tres cachorros, el uso de un avión que fumiga glifosato sobre las plantaciones de soja) para demostrar, una vez más, que la violencia, latente y real, psíquica y física, está entre nosotros.