Una toma general de un patio interior nos sitúa en la Colonia de 1974, lugar y momento del estreno, en la Alemania Federal, de Las amargas lágrimas de Petra von Kant de Rainer Werner Fassbinder, adaptación de la obra teatral del propio dramaturgo y cineasta teutón. Según nos apunta François Ozon en Peter von Kant, en la década de los 70 del siglo pasado el cine ya podía entenderse como un modo de releer historias, relatos en los que, de algún modo, querríamos vivir eternamente. De ahí no saldríamos hasta que el aire quedara tan viciado que cualquier bocanada amenazara con intoxicarnos gravemente. De tanto volver a las mismas imágenes, a las mismas frases, a las mismas referencias… estas se acaban deformando, hasta que pierden el sentido. La acción de Peter von Kant transcurre en 1974, pero fuera de la pantalla, en nuestro 2022 pospandémico, la fórmula original parece haber perdido buena parte de sus propiedades.

Para algunos autores, el cine deviene un fetiche de culto, un juguete con el que trastear, y con el que lucirse. Esta misma temporada, llegó la West Side Story de Steven Spielberg y El callejón de las almas perdidas de Guillermo del Toro, dos directores que habían expresado su respectiva adoración hacia los films originales de Robert Wise y Jorme Robbins, y el de Edmund Goulding. Dos títulos con los que tanto un cineasta como el otro habían crecido, en los que vivieron durante mucho tiempo… hasta que decidieron revitalizarlos. Lo mismo consiguió Pedro Almodóvar con su mediometraje La voz humana, regreso a El amor de Roberto Rossellini, ennoblecido por una actualización del discurso original a través de la puesta en escena. En el caso de Peter von Kant, Ozon busca mirarse en el espejo de Fassbinder, como ya hiciera en el año 2000, cuando llevó a la pantalla el guion de Gotas de agua sobre piedras calientes. Una fotografía de los ojos del mítico cineasta germano preside, literalmente, los títulos de crédito iniciales del nuevo trabajo de Ozon.

Peter von Kant pone el foco sobre un personaje que, en Las amargas lágrimas…, se nombraba muy de pasada (y que debido al monopolio femenino en escena, quedaba relegado a la categoría de recuerdo), y que al mismo tiempo puede verse como un trasunto del propio Fassbinder. Por ello, la propuesta podría pasar como un spin-off del “universo Petra von Kant”, pero en realidad, no tarda en comportarse como una suerte de remake. Aunque sería más preciso catalogarla como película-reflejo, pues a nivel diálectico se reproducen todas las intervenciones con las que iba tomando forma aquel melodrama en tres actos. Si un personaje despertaba a otro corriendo las cortinas, aquí sucede lo mismo; si alguien pedía 500 marcos y le daban 1000, aquí igual; si esa media y amarguísima naranja amenazaba con irse a Zúrich, aquí ocurre lo mismo. El cine como acto de recitación. Pero también la adaptación como salida de tono: Margit Carstensen es ahora Denis Ménochet, y Hanna Schygulla… sigue siendo Hanna Schygulla, solo que ahora su papel lo interpreta Khalil Ben Ghariba. Aquel apartamento-taller que en Lasamargas lágrimas… era una burbuja de lo femenino, es ahora una casa-estudio de cine ocupada por hombres. Ahí está Ozon reconciliándose con su faceta más lúdica, jugando a ir a rebufo y a la contra del zeitgeist.

Peter von Kant adquiere más interés cuando Ozon decide buscarle las cosquillas a Fassbinder. Al menos queda esto: la capacidad de provocar. Porque en igualdad de condiciones, no hay color, por mucho que los omnipresentes maniquíes que trufaban aquel primer decorado ahora se hayan teñido de rojo intenso. Donde el cineasta alemán jugaba con la profundidad de campo y medía al milímetro sus encuadres para que una serie de relaciones enfermizas lucieran como un juego perverso de miradas esquivas, aquí resuena la falta de ideas propias en el plano visual… Hasta que, de repente, Ozon da señales de vida: un zoom grosero plantado en la cara de Ménochet rompe la lógica emocional de la función y despierta el costado salvaje del cineasta y el actor. Así es cómo Peter se separa de Petra. Fassbinder describía el nacimiento del sentimiento amoroso (o lo que se podía confundir como tal) a través del flechazo, la eclosión y el marchitamiento. Aquí, la última etapa es sustituida por el estallido, por la pérdida total de papeles. Con una llamativa falta de decoro y sentido del ridículo, la película logra lo más difícil: justificar su propia existencia.

Ménochet, en la piel de un cineasta harto del mundo, se desgañita y lo destroza todo a su paso, como si esto fuera una reinterpretación de Fassbinder pasada por el filtro aberrante de La casa Gucci. De hecho, es un milagro que los actores, que evidentemente ahora hablan en francés, no lo hagan con un fuerte acento alemán. Bien pensado, es una lástima. Ozon convierte lo barroco en cursi, la decadencia en degeneración, la reverencia en iconoclastia, la adaptación como último grito kitsch. Porque, en el disco rayado, hay quien encuentra la iluminación: “Los hombres destruyen aquello que aman”, dice el estribillo de una de las canciones que suenan de fondo en esta “nueva” función, y así se destroza a Fassbinder, seguramente porque se le quiere con locura.