Sieranevada sitúa su acción en base a dos fechas muy específicas: tres días después de los ataque a Charlie Hebdo y cuarenta días después de la muerte del patriarca de la familia rumana con la que conviviremos durante casi tres horas de metraje. El atentado apenas sirve de momentáneo tema de conversación, sin que haga mella aparente en el ánimo de los personajes. Pero el padre fallecido sí sobrevuela todo el film, y es la excusa para reunir al clan en casa de la madre, que quiere conmemorar a su marido llevando a cabo un ritual típico de la región en la que nació, y que conlleva que un miembro de la familia personifique al finado, y esperar la bendición de un párroco cuya llegada se demora espectacularmente, impidiendo que los allegados se sienten a la mesa. Los pormenores de esta tradición, que parece confundir a los personajes casi tanto como al espectador, se van comprendiendo de manera gradual, pues Puiu en ningún momento telegrafía ni resalta el propósito de la situación, y ni siquiera aclara los lazos familiares que deberían guiar el sentido de la propuesta. Su estrategia es plantarnos casi de inmediato en el recibidor de un piso de dimensiones aparentemente escasas, pero que el ajetreo convierte casi en un laberinto, y lanzarnos al meollo dramático de unas personas que debería estar sumida en el luto pero a las que, aparentemente, preocupan asuntos muy diversos: la infidelidad, la religión, la política e, incluso, la credibilidad de las explicaciones oficiales de acontecimientos como el once de septiembre de 2001.

Pese a que algunos de estos temas pertenecen a categorías que se suelen escribir con mayúsculas, y a que la película está movida por una incesante oralidad, en ningún momento percibimos Sieranevada como una obra discursiva, o de tesis. Esto se debe a que las conversaciones van y vienen, aparecen a través de una voz inesperada (el pasado comunista de Rumanía se persona en una anciana que había permanecido callada hasta entonces, y que habla con encendido orgullo de los logros de Ceausescu), se interrumpen para quedar definitivamente arrinconadas o para ser retomadas luego en otros términos; casi siempre en un tono tragicómico: en diversos momentos de la película, lo mismo que hace llorar a un personaje provoca que aquel que está a su lado tenga que aguantarse la carcajada, dejando que sea la mirada del espectador la que decida si aquello es farsa o drama.

La relativa invisibilidad del dispositivo se traslada también a la puesta en escena, organizada mediante una serie de tomas de larga duración (muchas de ellas, planos secuencia), que registran el movimiento de los personajes, siempre a la altura de los ojos y sin abandonar su eje, y que, ocasionalmente, el montaje corta de manera tan inesperada como natural para llevarnos a un punto de vista distinto. Así, el autor de La muerte del señor Lazarescu no nos avasalla con su (en verdad, impresionante) coreografía de actores y gestos; del mismo modo en que lo que nos muestra puede servir para hablarnos de las fracturas que atraviesan Rumanía, pero nosotros lo percibimos, ante todo, como un rocambolesco cúmulo de embrollos que afecta por activa o por pasiva a un grupo de personas concretas.