En su primera noche en París, el joven Yoav descubre que la decisión de hacer las maletas y abandonar de mala manera su Israel natal será correspondida con una beligerancia similar por parte de su nuevo entorno. Así, mientras nuestro protagonista deambula por un piso desamueblado, un desconocido aprovecha su primer despiste para dejarle sin nada. Literalmente desnudo. En el momento en el que vemos a Yoav tapándose los genitales mientras baja por las escaleras, advertimos que no deberíamos tomarnos al pie de la letra las imágenes. Primera invitación a salir de la literalidad y abrazar lo metafórico. Que, a posteriori, Yoav acepte su condición de personaje, casi de cartoon, al mostrar una fidelidad casi religiosa a su nueva indumentaria (una versión color calabaza de la emblemática gabardina de Monsieur Hulot) es otra pista que despeja dudas.

Sinónimos es una película de marcado carácter autobiográfico, pero Nadav Lapid (el director de la flamante La profesora de parvulario) se enfrenta a sus propias vivencias con la actitud del paciente que se estira en el diván. Es, para entendernos, un ejercicio de memoria que, sobre el papel, podría remitir a Vals con Bashir, experimento de Ari Folman para consigo mismo, en el que los recuerdos documentales se mezclaban y confundían con las pesadillas animadas. Era aquella película una libre conjunción e interpretación de géneros o, directamente, formas de entender el cine. Pues bien, en su nuevo trabajo, Lapid lleva mucho más allá esa sensación de libertad. Justamente la que su álter ego busca con desesperación. Tanto que llega a considerar su nacionalidad como una enfermedad a la que debe aplicarse una terapia de shock. Avergonzado por su origen israelí –un país que, a su entender, ha confundido el amor propio con el odio a los demás; el orgullo con la provocación–, el hombre decide apostarlo todo a la triple promesa francesa de igualdad, fraternidad y la tan cacareada libertad. Para ello, jura no volver a pronunciar jamás una sola palabra en hebreo.

Sinónimos se mueve con la inseguridad de quien teme estar destruyendo las reglas gramaticales que está empleando. En este sentido, su actor protagonista, Tom Mercier, da una lección magistral de adaptación a un medio en el que, para hacer la jugada aún más redonda, es un recién llegado. Su acento, su gesticulación, su caligrafía, su mirada… todo lo que propone su cuerpo es el fiel reflejo de una película que observa con la curiosidad, el arrojo y el miedo de quien apenas está aprendiendo a mirar. Sinónimos surge del desarraigo, de la pérdida de una identidad que exige ser sustituida por otra, pese a la resistencia de la memoria. La película se articula a través de la invocación de los recuerdos del protagonista: historias de argumento y naturaleza imprevisibles. En una escena, presenciamos una revolución fallida en una embajada de Israel; en la siguiente, una metralleta sigue el compás del tema Sympathique Pink Martini: siniestro ejemplo de la destrucción del arte a manos del militarismo.

Sinónimos se formula como un video-collage memorístico en el que el autor parece emular al mejor Nanni Moretti. La narración luce como una amalgama de momentos que se vivieron, que se desearía haber vivido y que se están viviendo. Lapid, el director, y Yoav, el protagonista, se desnudan por igual para desnudar aquello que están mirando. La película no se conforma con ser un diario autobiográfico, sino que aspira a hablar en plural gracias a la universalidad de sus temas y a la importancia geopolítica de unos escenarios (Francia e Israel, Europa y Oriente Medio) que devienen personajes. La Marsellesa se canta descompasadamente, con acento vietnamita, se suceden las carreras en el metro con sirenas de fondo y el laicismo se destapa como otra religión con posibles derivaciones fanáticas. Francia, ese melting pot, como vanguardia de Europa, como banco de pruebas de un mundo que debe mostrarse responsable ante su obligación casi moral de acoger, y de entender que todo ser humano es sinónimo del que está a su lado.