Tras debutar en la Competición Oficial de Cannes en 2014 con Mommy, y acabar compartiendo el Premio del Jurado nada menos que con Jean-Luc Godard, Xavier Dolan se alzó el año pasado con el Gran Premio del Jurado cannoise con la primera película que dirige como director consagrado por la cinefilia contemporánea, y con un reparto de primera división compuesto por Gaspard Ulliel, Marion Cotillard, Léa Seydoux, Nathalie Baye y Vincent Cassel. Ni rastro, pues, de quien ha sido su columna vertebral interpretativa, Anne Dorval. Pese a ello, Solo el fin del mundo está en deuda con la actriz, pues fue ella quien descubrió a Dolan la obra de Jean-Luc Lagarce en la que se basa; un referente del teatro francés contemporáneo, en la que un dramaturgo regresa a su hogar tras más de una década de ausencia, para anunciar a su familia que tiene SIDA y le quedan pocos meses de vida. Esta fue, también, la enfermedad que mató a Lagarce en 1995, un lustro después del estreno de la obra.

Aun cuando el canadiense ya cuenta con seis películas en su haber, parece casi imposible hablar de su cine sin que el titular haga referencia a su juventud y precoz ambición. Eso hace que el conjunto de su filmografía pueda percibirse como una especie de perpetua ópera prima, en la que cada nueva entrada resulte desmesurada de una forma y otra, prometiendo audacias (el formato vertical 1:1 de Mommy) y arrojo (en la misma película, hacer sonar el Wonderwall de Oasis sin preocuparse de que fuera percibido como un cliché carbonizado). Pero Juste la fin du monde no contiene esa clase de highlights instantáneos, sino que Dolan parece preocupado, sobre todo, por encontrar una forma cinematográfica que haga justicia a un material que no es suyo; algo por lo que ya pasó en Tom à la ferme.

Más allá de acercar la acción de la pieza a nuestros días, cuando el SIDA ya no parece ser una preocupación colectiva, y de introducir canciones (de Grimes u O-Zone) como portal a los recuerdos y a la interioridad del protagonista, el director se ciñe al texto con fidelidad. Su opción de puesta en escena pasa por preguntarse qué puede ofrecer el cine que no sea posible en las artes escénicas, hallando la respuesta más lógica: el primer plano y el montaje. Como si saltara del patio de butacas al escenario para respirar el aliento de los actores, Dolan limita casi exclusivamente la interpretación del reparto a sus rostros, encuadrados muchas veces en ligero picado. Estos no comparten casi nunca el plano, sino que son aislados por el montaje, de manera que a nadie le pase por alto la dificultad comunicativa que crispa a los miembros de la familia protagonista, pese a que Lagarce rehuyó dar explicaciones sobre por qué las cosas funcionan tan mal en esta casa.

La solución formal es tan elemental como consecuente, pero toda fuerza o verdad que pudiera contener el texto queda limitada por la dificultad que demuestran los intérpretes para hacerse suyas unas líneas plagadas de dudas, pausas y errores, sin acabar de aprovechar tampoco el espacio dejado por el superávit de puntos suspendidos. Quedan, al menos, dos secuencias que vuelan más alto que el resto: la conversación entre el hijo enfermo (Ulliel) y la madre (Baye), que rebaja el histrionismo general, y la tozuda agresividad del clímax, que la fotografía de André Turpin baña en una luz de atardecer dorado honrada, en el pasado Festival de Cannes, por la proyección en 35mm.