Poco antes del primer pase de Trinta lumes en la edición de 2017 del Festival de Ourense, Diana Toucedo, su directora, presentó la película aclarando algo que estaba en la cabeza de todos: las lumes del título no se referían a los incendios que aquellos días destruían Galicia, sino a esa otra acepción popular que asegura que lume es una familia en activo, una lumbre. En este caso en concreto, son treinta debido al número de niños que quedan en Caurel, la zona donde transcurre la película, con lo que las luces del título se alejaban de la actualidad más inmediata pero no así de una realidad tan propia de Galicia como del resto de España: la desaparición de la aldea rural y de sus habitantes. No sólo eso: con ese desvanecimiento, también se va una cierta concepción de la naturaleza y, sobre todo, una mirada. Por ello, Toucedo toma una decisión importante: Trinta lumes no sólo observa el lugar sino que intenta reflejar una naturaleza que nos devuelve la mirada.

A través de una cámara extremadamente cercana a los rostros de sus habitantes, pero también sorprendentemente sugestiva respecto a los paisajes y sus detalles, Toucedo hace hincapié en un entorno cercano a lo sobrenatural que, sin embargo, nunca se aleja de lo real. La voz en off de Alba, una niña de trece años, guía desde el comienzo un relato que se fija en la escuela rural, en las familias y sus trabajos o en una aldea donde los caminos son más transitados por vacas y ovejas que por personas; pero lo hace siempre insistiendo en la idea de la desaparición y de la muerte como claves para entender el espíritu del lugar. Ya desde las primeras palabras que se escuchan en el film se nos habla de cómo los difuntos se sitúan a nuestro alrededor, sin por ello dar miedo. Esos intercambios entre aldeas llenas de muertos conviviendo con los vivos, fuera del tiempo, irán calando en una cinta en la que las leyendas acerca del día de todos los santos, las casas abandonadas, las cuevas de mouras y las huellas que no desaparecen centrarán todo el relato.

Toucedo, que es gallega pero lleva instalada varios años en Barcelona, habla de este proyecto como una forma de reencontrarse con su tierra a través de un lugar nuevo –la directora nunca había pisado Caurel antes–. En este sentido, hay un instante en la película donde el párroco del lugar, mientras habla de las ofrendas a los muertos, se cuestiona “¿hasta qué punto es modernidad y hasta qué punto comodidad?”. Uno se pregunta lo mismo respecto a la cinta y al “nuevo cine gallego” en general: ¿Hasta qué punto la mirada hacia la tierra es propia de sus habitantes o de un cierto turismo cinematográfico? En este sentido, el método de Toucedo es tajante y afortunadamente se permite a sí mismo descubrir más que señalar. Trinta lumes penetra en un escenario y en un imaginario a través de un acercamiento que no invade el carácter introspectivo de los niños ni de los aldeanos. Si en algún momento detectamos nítidamente la mano de la directora eso será principalmente en las decisiones de montaje: desde esos planos donde el sol inunda paisajes lluviosos hasta esas luces que se mueven por la aldea, generando un discurso que nunca está por encima de lo retratado.

Llama la atención, eso sí, el modo en que Toucedo decide hacer partícipe a la ficción del documental. Alba, la niña protagonista, desaparece al comienzo de la cinta y aunque todavía no sepamos exactamente quién es, Trinta lumes jugará durante todo su metraje con la idea de que la narración de la película la lleva a cabo, precisamente, un fantasma. La idea es llamativa y sin duda consecuente, pero en la parte final de la cinta una casa abandonada se convierte en un escenario de oscuridad, desapariciones y terror donde, al contrario de lo que se nos había dicho hasta el momento, los muertos sí comienzan a dar miedo. Es una desviación atractiva que convierte a Caurel en un temido no-lugar, pero de algún modo da la sensación de que en parte contradice todo ese mensaje tan diáfanamente marcado por la directora en el que se asegura que “no podemos hablar de lo que va a pasar, sólo podemos hablar de lo que está pasando”. En cualquier caso, la decisión sirve para dar forma a un clímax repleto de magia y misterio que no llega a sentenciar la película, sino simplemente a enriquecerla llevándonos de nuevo a un camino poco transitado.

Nada mejor para definir la textura y la esencia de Trinta lumes que recordar lo ocurrido en la segunda proyección del film en el Festival de Ourense: cuando uno de los personajes afirmó que “sentía frío”, dos señoras sentadas en el público decidieron que era hora de ponerse su abrigo, como contagiadas por lo que anunciaba la pantalla. Pocas cosas más hermosas que poder observar como el espíritu de un paisaje y el paisaje de un espíritu inundan el patio de butacas.