Dos siluetas caminan silenciosamente por la noche parisina: un espacio inmenso, frío, desolado, a unas horas que parece que solo puedan ser habitadas por fantasmas. Ambas personas van envueltas en mantas isotérmicas, un tejido brillante y ligeramente traslúcido bajo el que desaparece su cuerpo. Son dos espectros que deambulan y se fijan inevitablemente en las otras presencias marcadas por esa escalofriante tonalidad dorada. El calendario nos sitúa en un punto exacto: el 13 de noviembre de 2015, funesta fecha marcada en rojo sangre por el ataque terrorista perpetrado en la sala Bataclan, un nombre por siempre marcado a fuego en la conciencia colectiva. La nueva película de Isaki Lacuesta, Un año, una noche, libremente basada en el libro Paz, amor y death metal de Ramón González (uno de los supervivientes de aquella terrible noche), se anuncia, desde el inicio, como el resultado de una investigación a partir de testimonios, declaraciones y recuerdos de los que estuvieron allí. Y en estas se encuentra la pareja fantasmagórica: respirando, a pesar de todo; recuperando el aliento, lamentando la suerte de haber estado en aquel maldito concierto. En este momento, la alegría de seguir con vida ni se contempla.
Los tiempos que nos ha tocado vivir tienen algo de espantoso. Como muestra, un síntoma: para situarme en el tiempo y poner orden entre mis propias vivencias, mi memoria suele tomar como referencia grandes estallidos de violencia. ¿Dónde estabas en el 11-S? ¿Qué hacías en el 11-M? ¿Con quién estabas cuando se produjo el ataque a la sala Bataclan? ¿Y a la redacción de Charlie Hebdo? ¿A quién llamaste cuando supiste del atentado en Las Ramblas de Barcelona? ¿Qué planes ocupaban tu vida cuando te llegaron las primeras informaciones de la matanza en la isla de Utøya? Traumas a gran escala que, como no podía ser de otra manera, han acabado cristalizando en la gran pantalla, en réplicas catárticas de aquellos temblores atroces. Casi todas ellas tienen en común el deseo de estremecer mediante un hiperrealismo en tiempo real. Cineastas como Paul Greengrass (Bloody Sunday, United 93, 22 de julio), Peter Berg (Patriots Day) o Erik Poppe (Utøya. 22 de julio) han construidos sus retratos del horror combinando una narrativa coral (que reconoce el sentir comunitario de la tragedia perfilando una omnisciencia no carente de un cierto morbo) y la noción de un presente del que no se puede escapar (un reflejo de nuestra impotencia).
Pues bien, Lacuesta va a la contra de todo esto, poniendo el foco en “solo” dos personajes, acompañándolos en el período de recuperación, preguntándose si esta realmente es posible, al ocupar ahora el pasado casi todo el espacio de un presente que ha perdido el sentido. Nahuel Pérez Biscayart está tumbado en la cama, con los ojos cerrados, con el cuerpo en reposo, pero no en calma: de repente, su brazo se agita violentamente, sus párpados se cierran con aún más fuerza. Es la mioclonia, ese espasmo producto de un cerebro que, justo antes de irse a dormir, se asegura de que el organismo sigue con vida. Cine que convulsiona: así se comporta Un año, una noche, durante sus apabullantes primeros compases.
La película, que reproduce el trastorno de estrés postraumático, sale milagrosamente del Bataclan… solo para darse cuenta de que ya nada puede seguir igual. Ante tan irrebatible revelación, todo se desmorona, hasta el punto en que el montaje rompe la lógica lineal. El presente es pasado, y viceversa; el hoy y el ayer se fragmentan y desordenan: un diálogo que se está produciendo ahora se convierte por corte limpio en una serie de voces en off que acompañan una acción distinta, en otro tiempo y lugar. Unas tomas ocupan el suspiro de medio segundo; otras la eternidad de medio minuto. Pérez Biscayart se ha despertado, y está híper-ventilando. Sus ojos, siempre nerviosos, no paran de moverse de un lado a otro, en un vano intento por comprender dónde (y cuándo) demonios están. Ahora, sin saber cómo, ha regresado a aquella noche fatídica, a una marea de carne, huesos y sangre que, a través de la mirilla, era más bien una idea: Francia, Europa, Occidente… una escalofriante nebulosa de polvo incandescente. El impresionismo como ejercicio de empatía en la confección de un retrato psicológico que debe servir como respuesta a aquel fuego indiscriminado. En el guion pone su firma Isa Campo, quien por cierto viene de dar forma al texto de Maixabel, otra película que, teniendo el conflicto vasco como telón de fondo, se centraba en los individuos y que se atrevía a echar la mirada al pasado, ya con la sangre (un poco más) fría.
Aquí, sin apenas perspectiva histórica, prevalece la firme voluntad de no separarse de Ramón y Céline, dos personas que cargan su supervivencia con horror, vergüenza e incluso culpabilidad; una pareja que intenta no ser presa de la condición de “víctima”. Un año, una noche dedica su segunda mitad, ya más calmada, a hacer salir a sus protagonistas de la destrucción con la que los conocimos, acompañándolos en un proceso que, poco a poco, consigue dejar atrás aquellas imágenes y sonidos espasmódicos. El relato se va aclimatando en otros registros, en otros territorios: la película pasa del terror al drama romántico, de Francia a España. Mientras, Noémie Merlant sigue perfeccionando el arte de hablar con la mirada y Pérez Biscayart vuelve a brillar como un actor total. Y, a todo esto, los terroristas quedan relegados al fuera de campo, quizá por una política de cero visibilidad o quizá para no instigar ningún tipo de animadversión. En esto Lacuesta también contraviene a Greengrass, Poppe y Berg, pues está convencido de que la catarsis no pasa por mirar al Mal a la cara, sino por aprender a celebrar la vida allí donde esté golpeó mortalmente.