Se abre el telón (de Varda por Agnès) y en el escenario de un teatro abarrotado reconvertido en cine aparece una figura familiar. La considerada como “abuela de la Nouvelle Vague” está sentada en una de esas sillas plegables que el imaginario colectivo conecta inmediatamente con la de un director o directora de cine. En el invierno de su vida, la creatividad veraniega de la cineasta nacida en Ixelles se enfría en pos de una calma, pausa y clarividencia retrospectiva… fundamentada en un muy saludable gusto introspectivo. Los títulos de crédito con los que se abre este documental autobiográfico recuerdan más bien (por formato, duración y presentación) a los de cierre de cualquier película. Así empieza Varda la crónica de una carrera alimentada por el mantra triplicado de la búsqueda de la inspiración, el amor por la creación y el gusto por compartir. Este esquema sencillo pero compuesto con piezas preciosas (perennes en la reivindicación de un espíritu vitalista que nos anima a experimentar; a descubrir) llega ahora rebajado en sus dos primeros elementos, pero elevado a la enésima potencia en lo que se refiere al tercero. Lo que pretende ahora Varda es, efectivamente, mirarse al espejo (gesto que ya insinuaba en su anterior trabajo, Caras y lugares, dirigido junto a Jean René) y que nadie se interponga entre ella y un reflejo que sigue estando sujeto a interpretaciones.

De lo que se trata aquí es de impartir una clase magistral: volcar sabiduría, sí, pero sin dialogar con el alumnado, lo cual para nada presupone la falta de capacidad comunicativa de la profesora. Al contrario. El gusto innovador de esta incombustible artista multidisciplinar se apaga aquí para dar mayor nitidez a una recopilación levantada a partir de la máxima de que a la artista se la conoce a través de su arte. El collage de películas propias no plantea ningún reto. No está especialmente inspirado, se podría decir, pero por esto mismo es exageradamente entendedor… y por esto inspira. El compendio (de batallas, de conquistas, de ocurrencias… de lecciones) trata sobre ella misma, está manejado por ella misma, pero va dirigido a todo aquel y aquella que quiera recordar, quién sabe si hallar por primera vez.

La maestra que se movía entre el tiempo objetivo y el subjetivo vuelve a hacer virguerías con las agujas del reloj, y nos hace saltar constantemente en un calendario (vital, artístico) que, como el mejor cine, nos habla precisamente de unos tiempos en permanente cambio. Arte que habla de lo que sabe para hacernos llegar a aquello que desconocemos. “Ver, pensar y no olvidar”, es la combinación ganadora que esgrime ahora Varda. Queda inmortalizado así el cine de lo efímero, cuyas imágenes e ideas están hermanadas por el propósito de permanecer. Éste es, al fin y al cabo, el objetivo final de Varda por Agnès, logrado, cómo no, por Agnès Varda. Esto es, asegurar por medios propios la supervivencia de la vida misma.