Sobre el papel, la idea de llorar viendo una película de Gaspar Noé parece una incongruencia. Y, sin embargo, parece que los tiempos arremolinados que nos está tocando vivir han acabado haciendo mella en el director de Irreversible. De hecho, su nueva película, Vortex, ya ha sido etiquetada como “la Amour de Noé”, la película que humanizaría al monstruo, aunque las pulsiones formalistas siguen ahí. Así, todas las imágenes de Vortex se nos presentan en pantalla partida, en un deslumbrante dispositivo que construye el formato panorámico a partir de la duplicación del 4:3. En la imagen escindida, un marido saluda afectuosamente a su mujer y ella devuelve el saludo. Plano y contra-plano en simultáneo: el cuadro izquierdo lo ocupa él; el derecho, ella. Esta descripción parece apuntar a un nuevo ejercicio de virtuosismo formal por parte del creador de Enter the Void, sin embargo, Vortex consigue respirar gracias al respeto con el que Noé trata a sus personajes, una actitud singular en la obra de un cineasta proclive al ensañamiento y la crueldad para con sus criaturas.

En su nuevo trabajo, Noé no se traiciona a sí mismo: ahí está la fotografía de claroscuros y colores saturados, la cámara que parpadea y traza movimientos sobrehumanos, a medio camino entre el hundimiento sórdido y el vuelo lisérgico. Lo que ocurre es que el foco está siempre sobre dos personajes en una etapa (no) vital que irremediablemente nos aleja de las pulsiones pueriles que han marcado sus últimos títulos. Dario Argento (impresionante en su francés balbuceante) y Françoise Lebrun dan vida al fin de la vida. A él, cada esfuerzo físico se le hace cada día más insalvable; a ella la cabeza se le va y la traiciona. Y, por si fuera poco, un agravante generacional: el del hijo incapaz de ayudar a sus progenitores. Muchos momentos de Vortex son llenados con silencios, con el errático deambular de dos personas para las que el mundo se ha convertido en un angustioso laberinto. El juego con el doble punto de vista y con ese montaje marca de la casa, en el que se producen constantemente saltos de pocos segundos en el transcurso de los hechos (jump-cuts), ayuda a destruir las nociones de espacio y tiempo.

La intención es que el espectador se sienta igualmente perdido; atrapado en un espacio en el que los recuerdos y los logros se aglutinan en una innegable manifestación del síndrome de Diógenes. Pero el propósito general también pasa por fusionar el propio aparato fílmico con el objeto de estudio. Una imagen que en realidad son dos, como un sueño dentro de otro sueño. Juntos en la pantalla y separados en el cuadro: como quien comparte el hogar con alguien que se está yendo. Cada hemisferio de esta partición está dedicado a uno de los protagonistas centrales de este drama familiar: dos seres que se aman, pero que también recelan el uno del otro. A veces Vortex busca la armonía conjugando planos idénticos tirados desde distintos puntos; a veces, se empapa de la tensión hogareña contraponiendo el movimiento de la parte izquierda con el estatismo de la derecha. Y viceversa. Eventualmente, la mirada del director se queda bizca con la marcha de uno de los seres amados. Se pierde el sentido de la profundidad; se pierden las ganas de vivir. Se confirma el carácter de réquiem filmado de la película, de esquela en movimiento. Pasado el placer extático-epiléptico de Climax y Lux Æterna, Gaspar Noé llora.