Para su regreso a los prolongados estertores de la Segunda Guerra Mundial, el cineasta polaco Paweł Pawlikowski recupera en Cold War (Zimna wojna) el preciosista blanco y negro de Ida, esta vez para acompañar, a lo largo de tres décadas, a dos “amantes irregulares” cuyo amour fou se ve golpeado una y otra vez por la brecha abierta en el corazón de Europa por la Guerra Fría. He aquí una odisea romántica contada con vértigo elíptico y profusión de paseos callejeros y besos furtivos, como no puede ser de otra manera en un film que busca, con poco disimulo, tender puentes con los referentes totémicos de la modernidad fílmica europea. El vínculo de la pareja protagonista se ve puntuado por sendas visitas a la que podría ser la iglesia abandonada de Nostalgia de Tarkovski, mientras la volátil personalidad de la heroína remite tanto a la rebeldía indomable de la Harriet Andersson de Un verano con Mónica de Bergman como al angst rubio-platino de la Monica Vitti del cine de Antonioni. Pese a su concisión, Cold War es una obra de gran ambición, difícil de encasillar en una única tradición fílmica, como demuestran los aires de Humphrey Bogart polaco del estoico antihéroe del film, con su fachada cínica y su fondo de cordero degollado por el amor.

La imposible peripecia amorosa de Cold War es, en gran medida, la cuerda de la que tira Pawlikowski para construir una crónica histórica de largo recorrido. La acción arranca en la Polonia rural de 1949, donde un músico (Tomasz Kot) forma un grupo de jóvenes intérpretes con los que rendir tributo a la música y el baile folclórico nacional –un planteamiento que remite a la magistral Platform de Jia Zhangke–. Pronto, la noble iniciativa artística caerá en manos de los intereses políticos imperantes en la Polonia comunista del periodo. Pawlikowski captura el despliegue propagandístico con unos imponentes y cartesianos planos ligeramente contrapicados que remiten al universo de Eisenstein (pese a estar filmada en formato 4/3, Cold War saber bascular entre lo íntimo y lo monumental). En un viaje a Berlín, en 1952, el pianista y una joven miembro del grupo intentarán escapar del bloque soviético, una huida que marcará el inicio de una serie de encuentros y desencuentros que se prolongarán por el París de la segunda mitad de los años 50. Ni la Polonia campestre ni el París más chic podrán sosegar el amor de nuestros amantes crucificados.

Hay algo inquietante, casi opresivo, en la perfección plástica de Cold War, como si para Pawlikowski cada imagen fuera un cuadro para colgar en una galería o museo. Sin embargo, la presencia esquiva, en permanente fuga, de la joven actriz Joanna Kulig distancia la película de la sombra del academicismo. En una de las secuencias más memorables del film, la joven polaca, convertida en exótica atracción del París bohemio, bambolea su cuerpo por una pista de baile al ritmo convulso del Rock Around the Clock de Bill Haley & His Comets. La convulsión del arte y del amor, ese campo de batalla que puede devenir un verdadero infierno cuando entra en contacto con la intransigencia ideológica.