Pese a que sus películas regresan una y otra vez sobre unos mismos pasos –la relación entre la historia y el presente de Chile–, Patricio Guzmán ha demostrado ser un cineasta en continua evolución. Leyenda viva del cine latinoamericano, Guzmán se ganó un lugar en la historia del documental gracias a la monumental La batalla de Chile (1975-1979), crónica urgente de la construcción y el trágico final de la utopía democrático-socialista en Chile. Con los años, con el exilio, con el retorno a su país, Guzmán asumió un nuevo rol como cineasta: el del historiador con vocación de incomodador, decidido a remover una memoria enterrada bajo décadas de régimen militar. Un periodo de su carrera en el que encontramos tanto películas inspiradas –la implacable y nada complaciente Chile, la memoria obstinada (1997)– como trabajos que ponían de manifiesto un cierto agotamiento creativo –la excesivamente autorreferencial Salvador Allende (2004)–. Guzmán podría haberse pasado el resto de su vida haciendo documentales académicos y nostálgicos: conocía la fórmula y la aplicaba eficazmente. Sin embargo, el director de El caso Pinochet decidió sacudir los cimientos de su método para volver a renacer como cineasta, esta vez convertido en ensayista cinematográfico con alma de poeta. El díptico formado por la discreta Nostalgia de la luz y la interesante El botón de Nácar son el locuaz testimonio de la (por el momento) última reencarnación de su autor.

En El botón de Nácar, Guzmán dialoga directa o indirectamente con antropólogos, pintores, astrónomos, artesanos, historiadores y fotógrafos… aunque su encuentro más preciado parece ser el que mantiene con el poeta Raúl Zurita. De hecho, la película se abre con un cita de un poema de Zurita: “Todos somos arroyos de una sola agua”. Un verso que señala el hilo conductor del nuevo film de Guzman: el agua. El líquido elemento como metáfora de un vínculo universal e intemporal entre individuos e ideas, casi un manifiesto filosófico que no se distancia demasiado del trascendentalismo de los últimos trabajos de Terrence Malick. En un pasaje revelador, la película propone un viaje desde el espacio exterior (que Guzmán ya investigó en Nostalgia de la luz) hasta unas imponente estampas aéreas de la Patagonia chilena, para luego aterrizar en un recuerdo del propio director: el ruido del repicar de la lluvia sobre el techo de zinc de su casa de la infancia. Es a través de estas asociaciones libres –propias del cine-ensayo– que Guzmán traza un “árbol de la vida” sostenido sobre preciosistas postales naturales e imágenes que persiguen una cierta abstracción: los reflejos informes y evanescentes de los rayos de sol sobre el oleaje marino. Una tentativa de escritura poética que no termina de cuajar debido a la enfática y didáctica narración del propio Guzmán.

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Para tratarse de una película que sobrevuela algunos de los grandes enigmas de la existencia humana, El botón de Nácar resulta sorprendentemente clara, transparente, demasiado evidente. A uno le queda la impresión de que a Guzmán le gustaría ser un poeta de la imagen, pero en realidad es mucho mejor historiador y cronista. Y cabe reconocer que esto último lo demuestra con creces. Cuando El botón de Nácar toma la senda de la historia y la política, emerge el Guzmán más inquisitivo. La fuerza de la película radica en el consistente vínculo que el director establece entre el genocidio de los primeros habitantes de la Patagonia y el lanzamiento al mar de cuerpos de los detenidos-desaparecidos de la dictadura de Pinochet. A la hipótesis histórica le sobra atrevimiento, pero los argumentos políticos, económicos y artísticos que aporta Guzmán validan la tesis. El director de La Cruz del Sur sugiere que ambos sacrilegios forman parte de una misma corriente de avaricia y tiranía, la que hermanó a los exploradores británicos de principios del siglo XIX con los primeros colonos chilenos, para llegar hasta el gobierno norteamericano que impulsó el Golpe de Estado de 1973. Una genealogía del horror a la que Guzmán responde con un encomiable ejercicio de memoria, bien ejemplificado por los pasajes en que el director, en sus entrevistas con los últimos descendientes de los indios aborígenes, elabora un diccionario hablado y filmado de una lengua al borde de su eclipse. En una brillante asociación de imágenes, Guzmán filma limpiamente, en silencio, primeros planos de los indios y, más adelante, de hombres y mujeres que estuvieron presos en la Isla Dawson bajo el yugo del régimen de Pinochet. Como demostró Pasolini en tantas ocasiones, los rostros humanos son un vehículo privilegiado para el retrato de la dimensión política de lo real.

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Aunque, para mí, la auténtica sorpresa de El botón de Nácar es la sobriedad con la que Guzmán afronta la investigación de los “vuelos de la muerte” de la dictadura de Pinochet. Quizás porque nací en Chile, soy hijo de exiliados y he visto un buen número de documentales sobre la brutalidad del régimen militar, me he vuelto particularmente quisquilloso con los reportajes que emplean la emotividad como su principal recurso expresivo a la hora de dar cuenta de los horrores de la dictadura. En este sentido, títulos universalmente admirados como Calle Santa Fe de Carmen Castillo o Nostalgia de la luz de Guzmán me pareció que abusaban de un cierto sentimentalismo, algo que, en todo caso, resulta bastante comprensible. Mi convicción es que, ante una realidad tan cruda, el argumento sentimental o la evocación poética difícilmente pueden llegar más lejos que las pruebas factuales. Y a ellas se encomienda Guzmán en El botón de Nácar. Después de aludir, con dudosa pertinencia, a la desintegración de una estrella supernova que coincidió con el Golpe de Estado, el director realiza dos sensacionales entrevistas, breves, casi elípticas: la primera, a un joven investigador que explica de manera gráfica cómo se lanzaban los cuerpos de los detenidos al mar, amarrados con alambres a un riel de fierro; la segunda, a un piloto de helicóptero que recuerda arrepentido su participación en dos “vuelos” (el segundo de ellos en junio de 1980, un mes después de que yo naciera en Santiago). Aquí no hay tiempo para las lágrimas, sí para el estremecimiento. Los hechos se bastan a sí mismos para agitar la conciencia del espectador.