Se diría que, en el seno de la épica, el régimen de lo histórico se moviliza a partir de grandes saltos al vacío. Llamaremos héroes –o mártires, en suelo teológico– a todes aquelles que se sepan en el borde del abismo y se atrevan a lanzarse, a reconocer en su caída una ínfima oportunidad de victoria para la causa. En este sentido, El juicio de los 7 de Chicago funciona como una suerte de Pasión, según la cual el personaje de Tom Hayden (interpretado por Eddie Redmayne) encarnará a una figura bisagra, entre el idealismo de un trascendental proyecto colectivo y el pragmatismo de un camino de realización personal. Esta ambivalencia en el compromiso del personaje con la causa revolucionaria (la lucha pacifista contra la Guerra de Vietnam) convierte a la figura de Hayden en un proyecto falible, inestable. De hecho, el personaje es presentado por Aaron Sorkin –conocido por sus disecciones dialogadas del imaginario político yanqui– como un antagonista provisional por su volatilidad, enfrentada al peso totémico de los principios que guían a su némesis, Abbie Hoffman (Sacha Baron Cohen). Narrativamente, Sorkin construye su abordaje al caso real de los Chicago Seven a través de una doble parábola: el ensombrecimiento de la figura aparentemente intachable de Hayden y el augurio de la esencia mítica de Hoffman, portador del estandarte del Bien en el “lado honesto” de la historia, el del compromiso inquebrantable.

Esta revelación dual llega tarde, hacia el final del segundo acto, pero puede verse anticipada en la secuencia que narrativamente afianza el enfrentamiento entre ambos jóvenes, un combate –entre la razón organizada y un anarquismo hedonista– que ya vemos prefigurado en el montaje de diálogos que abre la película. Me refiero a la discusión que los “siete de Chicago” mantienen, en una sala de reuniones, tras el primero de los múltiples reveses que recibirán a lo largo de su juicio sumario. La escena en cuestión se abre, por corte, siguiendo un primer plano en el que vemos a Hayden tapándose la cara tras uno de los numerosos desacatos a la autoridad de Hoffman (y su compañero de provocaciones, Jerry Rubin), que han despertado a conciencia la animadversión del Juez Julius Hoffman (Frank Langella). En la sala de reuniones, Sorkin nos invita a escuchar la “voz de la razón” de Hayden, a cuyo lado la película nos sitúa a golpe de elegancia y caché actoral: o atendemos al perfecto universitario encarnado por Redmayne (un antepasado del Mark Zuckerberg/Jesse Eisenberg de La red social, cuyo guion firmó Sorkin) o nos perdemos entre el grupo de excéntricos que lo acompañan. Escuchamos a Hayden mientras aboga por salvar el pellejo para continuar con la “revolución real”, en contraposición a la “revolución (contra)cultural” por la que apuesta Hoffman. El detalle más interesante de la secuencia será el lugar que ocupa Hayden (Redmayne) junto a un enorme cuadro de una batalla naval, que recoge los ecos mitológicos y llameantes de la obra de J.M.W. Turner. Hayden aparece así enmarcado en un imaginario de conquista, en el seno de la historia oficial, acompañado por reyes y emperadores, todos ellos hombres que antepusieron sus intereses a los de su pueblo. La imagen pone en discusión el supuesto altruismo del personaje: por debajo del cuadro, en un primer plano desenfocado, figura Rennie Davis (Alex Sharp), el compañero en la sombra de Redmayne, que aparece subyugado por el peso visual del proyecto metafórico de su compañero. Davis no levanta cabeza, solo pide que se escuche a su amigo.

En el contraplano del Hayden napoleónico, espera el cuerpo relajado de Hoffman. Al lado del agitador idealista con alma de showman (la elección de Sacha Baron Cohen, el estudiante de Cambridge que decidió convertirse en Borat, no podría ser más apropiada) no hay ningún cuadro “histórico”, sino una cochambrosa máquina de agua, cuyo bidón de plástico podría figurar como un culmen de lo antiépico. Junto a él, vemos el busto del abogado defensor William Kunstler (Mark  Rylance), desenfocado, a quien podemos leer, en el modelo actancial de Greimas, como el principal apoyo del noble Hoffman y, a la postre, como el dinamitador simbólico de la fachada positivista de Hayden. Discreto e intersticial, lo contrario que un líder, el abogado acabará no obstante haciéndose con las riendas de la escena, vertebrando la llegada de Fred Hampton (Kelvin Harrison Jr.), líder de los Panteras Negras de Chicago y personaje que unirá los diferentes intereses del grupo bajo una sola causa. La camiseta blanca de Hampton luce a juego con el contraluz que baña a los idealistas Hoffman y David Dellinger (John Carroll Lynch): un contraluz que, en el clímax final de la cinta, coronará a Hayden, la última incorporación al colectivo de mártires. Metafóricamente, habrá redención también para el pequeño blanco privilegiado.

Sin embargo, la elevación final del personaje de Hayden –acompañada por los redobles de la banda sonora y una ascensión épica de la cámara– traerá consigo una concatenación de grietas que vale la pena reseguir. Lo anticipábamos: parece que Sorkin relegue la corrección de tintes institucionales de Hayden a una posición moral inferior a la actitud genuina e irreprochable del Hoffman idealista. Como si abalanzarse de manera frontal contra el status quo (no cortarse un pelo, literalmente, contra la injusticia) fuera la única forma de mantenerse a salvo de la connivencia con el poder. Así, de la mano de un montaje vivaz y contrapuntístico, El juicio de los 7 de Chicago, fiel a su espíritu dialéctico, rescata una y otra vez la imagen de archivo como portadora de verdad, a priori la última palabra ante el conflicto inevitable entre dos visiones –la oficial y la antisistema– que chocan en la oposición radical de sus ontologías. Solo el carácter retrospectivo de la imagen de archivo, en su textura cruda y su inmediatez anacrónica, puede revelarnos la verdad fundamental tras los discursos oficiales, maquillados al antojo del poder. Así, Hoffman se confirmará como el verdadero héroe de la película mediante la imagen aplastante de un televisor, mientras confiesa que daría su vida por la revolución, enmarcado por el frío formato de una rueda de prensa.

Resulta curioso observar el modo en que Sorkin decide recurrir una vez más a lo épico, al equivalente cinematográfico del cuadro de la batalla naval, para portar su particular estandarte político. No serán, en este caso, los colores vibrantes del romanticismo pictórico, pero sí los zooms enfáticos sobre discursos locuaces, la profusión de simbolismos y los golpes de música emocional los que intentarán despertar, en palabras de Núria Bou, al “tonto de la última fila”. Así conjuga Sorkin el talante neoclásico de su película y el régimen mayúsculo de lo histórico, entre la seriedad de aquello que explicamos y las piruetas que podamos construir a su alrededor. Quizás, parece defender el cineasta, pueda haber sitio para la exuberancia del orador junto al orden racional de las ideas, y no haga falta ser un discreto abogado como Kunstler para defender la revolución (al fin y al cabo, el Sorkin-autor acaba atisbándose tras unos diálogos cuyo trazo pirotécnico es fácilmente rastreable dentro de su estilo). Aunque, paradojas del cine, la Historia y nuestra disparatada contemporaneidad, los métodos revolucionarios del personaje de Hoffman, que la película ensalza como la verdadera esencia de un cierto progresismo, aparecerán también como un prefiguración de las formas populistas del provocador Donald Trump, otro maestro de la performance. Y, para terminar, otra paradoja: ojo avizor ante las similitudes entre el discurso final del Tom Hayden, que conforma el clímax definitivo del film, y aquel de Santiago Abascal, quien hace tan solo unos días recitaba los 800 nombres de las víctimas de ETA en el Congreso de los Diputados.