De apariencia más asumible que la película inmediatamente anterior del italiano Marco Bellocchio, Sangue del mio sangue, Felices sueños esconde numerosas audacias bajo su traje melodramático, viajando por los recuerdos de su protagonista, Massimo –el personaje y, también, Massimo Gramellini, autor de la novela de aire autobiográfico en que se basa el film–, en un constante trajín de tiempos y edades, que apenas nos da tiempo a familiarizarnos con las distintas situaciones y personajes. Los personajes del film no definen su peso por el tiempo que aparecen en pantalla, sino por el rol determinante que juegan en un preciso instante de la existencia de Massimo, a quién de niño, tras el suicidio de su madre, la familia rodeó de un círculo de mentiras y eufemismos (“ella llevaba mucho tiempo rezando a Dios para que la dejara subir con él y convertirse en tu ángel de la guarda”, le dice sin mucha convicción un párroco) que lo acompañará hasta la vida adulta.

En esta película tocada por un dolor sordo y sostenido, vemos desfilar a amigos, novias y familiares del protagonista que, de un modo u otro, acaban remitiendo al espectro de la madre; un vacío intolerable que Massimo trata de llenar por varios medios: utilizando la religión con fines ingenuamente prácticos, encomendándose a la figura de Belphégor (villano de un serial televisivo que le da órdenes y le protege), y desarrollando una desatada pasión por el calcio (el piso donde vive su niñez está justo enfrente del estadio del Torino, y es la fiebre de las gradas el primer estímulo que contrasta con su luto). De adulto, ya con las fatigadas facciones del actor Valerio Mastandrea, Massimo se dedicará al periodismo, saltando de la sección de deportes a actuar como corresponsal de guerra, y haciéndose célebre mediante la respuesta a una carta de un lector que afirma sentir deseos de matar a su madre. Todos estos paliativos imaginativo-profesionales quedan elocuentemente resumidos en la pared de la habitación infantil de Massimo, donde el crucifijo aparece rodeado de las distintas alineaciones del equipo de su vida. Al fin y al cabo, no es casual que Massimo sea tifosso del Torino, un conjunto cuya existencia también está marcada, todavía hoy, por el duelo hacia su mítica plantilla de 1949, que murió al estrellarse su avión en Superga, a las afueras de Turín.

Es muy posible que en unas manos menos sabias que las de Marco Bellocchio, Felices sueños resultase un empacho apolillado, pero su delicadeza a la hora de enlazar recuerdos con un montaje de gran musicalidad, repleto de rimas e intuiciones (el salto en trampolín o la caída de un objeto por la ventana son resonancias del precipicio materno), y su control de los volúmenes tonales (y también acústicos: el “¡No!” que grita el padre al saber de la muerte de su esposa es uno de los más terribles que se han escuchado recientemente en el cine) logran que la película caiga casi siempre de pie (el “casi” correspondería a algún segmento, como el de la Sarajevo destruida por la guerra, que no acaba de encontrar su encaje, o su rima, con el resto del metraje), haciendo de ella, en última instancia, una obra que concibe a la Madre como un misterio. No hay mejor ejemplo de ello que ese primer plano en que en el rostro de la actriz Barbara Ronchi la sonrisa se junta con las lágrimas.

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