En una de las primeras escenas de Jackie –aproximación del director chileno Pablo Larraín a la figura de Jackie Kennedy–, un periodista enviado para entrevistar a la ex primera dama de los Estados Unidos pone las cartas sobre la mesa: “vamos a contar su propia versión de lo que ocurrió”. Lo que ocurrió fue uno de los magnicidios más impactantes de la historia moderna, cuyas secuelas sobre el ánimo y las circunstancias de Jackie Kennedy son analizadas por el director de El club desde la intimidad de la protagonista, encarnada con aguerrida convicción por Natalie Portman. La propuesta puede resultar sorprendente si atendemos a la trayectoria de Larraín, un director acostumbrado a sorprendernos con sus quiebros de cintura estéticos pero muy consistente en el tipo de relación que establece con sus personajes: distanciada, fría, analítica. En Jackie, el cambio de registro es casi radical: allí donde reinaba el escepticismo emerge la complicidad, donde imperaba el cuestionamiento se impone la glorificación. Una empatía que toma forma en el uso sistemático de primerísimos planos, una estrategia que, por su estilización musicalizada, podría describirse como una versión manierista y atronadora de lo que planteó Abdellatif Kechiche en La vida de Adèle.
Pese a la devoción que demuestra Larraín por su protagonista, existen elementos en Jackie que distancian la película del biopic más tradicional y hagiográfico. De partida, el relato está acotado a un breve espacio de tiempo que arranca el día del asesinato del presidente Kennedy; unas jornadas a las que llegamos a través de una fragmentaria estructura en flaskbacks. En el “futuro”, Jackie pone contra las cuerdas a un periodista que intenta entrevistarla: ella está en control, dominando la escena, su imagen pública y su legado mítico. Entre las debilidades de Jackie también se cuentan su carácter volátil y su melancolía crónica: la vemos cambiar de opinión numerosas veces acerca de la conveniencia de desfilar junto al féretro de su marido (una cuestión de orgullo); y también la escuchamos poner en duda la felicidad de su matrimonio (entre otras confesiones morbosas, explica que el matrimonio no dormía en la misma cama; habla de cómo su marido se sentía “tentado por el diablo”, en una referencia velada a sus infidelidades; “debí haberme casado con un hombre ordinario y feo”). Sin embargo, todos estos atisbos de oscuridad se ven sobrepasados por la compasión que demuestra Larraín por su protagonista.
El via crucis de Jackie se certifica mediante el subrayado de la tragedia una exploración de orden sentimentalista, dos cuestiones que lastran el alcance de la propuesta. Tras varias escenas en las que observamos al personaje demostrar su entereza y autocontrol ante la mayor de las fatalidades, la vemos en la ducha mientras la sangre de su marido le cae por la espalda (uno de los innecesarios shocks que ofrece la película, en sintonía con aquella imagen del cuerpo sin vida de Allende que daba sentido a Post Mortem, también de Larraín). Más adelante, observamos muy de cerca, demasiado cerca, el desconcierto y dolor de unos niños golpeados por la muerte de su padre. Luego, en el momento más catártico de la película, acompañamos a Jackie en su única pérdida de control: una pasajera debacle en la frivolidad y el alcohol que resulta demasiado forzada. A la postre, uno tiene la impresión de que Larraín, acostumbrado a las distancias largas, no sabe muy bien cómo acercarse a una figura femenina protagonista, la primera de su carrera. La espiral de emociones que intenta evocar el director de Tony Manero, el regodeo en el dolor de la protagonista, terminan haciéndole un flaco favor a su acercamiento a la realidad detrás del mito de Jackie Kennedy.