Guiada por un cierto espíritu lampedusiano, La muerte de Luis XIV reformula algunos de los rasgos característicos de la obra de Albert Serra para cimentar un objetivo de largo recorrido: la disección de figuras míticas de la literatura y la Historia que, ante la mirada del cineasta catalán, emergen fulgurantes, tangibles, vívidas. Paradójicamente, este vitalismo inherente al cine corpóreo de Serra ha situado a sus protagonistas –el Quijote, los reyes magos o Casanova– frente al espejo (o el paredón) del tiempo, una idea que latía subterráneamente en un conjunto de películas itinerantes, abocadas a un movimiento que parecía apuntar una cierta huida de la muerte. Un final ineludible que pasa a ocupar el centro de la representación en el fascinante réquiem fílmico que Serra dedica al Rey Sol: acorralada por la muerte, La muerte de Luis XIV no puede hacer otra cosa que abocar-se al quietismo, la estasis.

Encerrados durante la mayor parte del film en la sombría habitación de un rey que agoniza, el espectador asiste a una crónica mortuoria que Serra trocea como si se tratase de una autopsia fílmica: la cronología de los hechos permanece intacta pero la trayectoria, el contexto y el legado del Luís XIV se revelan, sobre todo, a partir de gestos fugaces o elocuentes, así como en frases cazadas al vuelo. Un magma expresivo en el que la muerte se presenta como una figura concreta y a la vez abstracta. Por una parte, Serra resigue en detalle la progresiva putrefacción del cuerpo gangrenado del monarca, que como en la Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp de Rembrandt aparece rodeado de unos médicos que se aferran a los ideales de la ciencia y la razón: las luces y sombras de la Ilustración. Luego, por otra parte, el film sublima la eterna e infructuosa batalla contra la muerte, en la que el ser humano exhibe su cara más desesperada y absurda, una cruda realidad que la película aborda con tono irónico y socarrón.

Hace unos años, a propósito del posible vínculo entre Amor de Haneke y Gebo et l’ombre de Oliveira, J. Hoberman destacó el modo en que ambas películas extraían sus significados de la avanzada edad de sus actores protagonistas, emblemas de otro tiempo. “Cuando queremos experimentar el shock de la vejez, nos miramos en el espejo de otras personas: las estrellas de cine”, afirmaba el gran crítico neoyorquino. En La mort de Luís XIV, esta misión especular (y crepuscular) recae sobre Jean-Pierre Léaud, mito viviente del cine francés, que de paso inocula en el cine de Serra el virus de la interpretación “profesional”. De la mano del actor de Los 400 golpes, el Rey Sol deviene un personaje de gran complejidad psicológica. Cabe reconocer que la huella dejada por Lluís Carbó y Lluís Serrat en Honor de cavalleria y El cant dels ocells seré difícilmente igualada, pero Léaud reivindica el valor de un actor capaz de desdoblar un personaje: su Luís XIV es ingenuo y tierno cuando juega alegremente con sus perros; arrogante cuando mira a cámara, al son de la Gran Misa en Do Menor de Mozart; altivo y vanidoso al saberse protegido por la fuerza de la rituales; impotente ante la actitud complaciente de los que lo rodean y ante la inminencia del fin. Pocas películas han hecho tanta justicia a aquella máxima de Jean Cocteau que definía el cine como el arte de “filmar la muerte trabajando”.