Partiendo de una vocación eminentemente realista, y al mismo tiempo flirteando con los códigos del thriller, La propera pell de Isa Campo e Isaki Lacuesta construye un universo marcado por los secretos y los gestos ambiguos. Una colección de signos imprecisos que los directores aprovechan para dotar a sus imágenes y diálogos de una dimensión polisémica. Ahí está, por ejemplo, la escena en la que el protagonista –un chico que regresa a casa amnésico ocho años después de su desaparición– exclama “¡yo no soy así!” después de agredir a un colega. El grito desesperado, que condensa la meditación que propone el film sobre los laberintos de la identidad humana, queda abierto a múltiples interpretaciones. ¿Se refiere Gabril (un inspirado Àlex Monner, tan tenso como contenido) a que su reacción violenta no es propia de él? ¿O quizás es que no es capaz de aceptar aquello en lo que se ha convertido? La tercera opción, que apuntaría a que en realidad Gabriel no es quién afirma ser, funciona como el motor subterráneo de una película tocada por un suspense dardenniano. Sin flashbacks explicativos, confiando en el poder expresivo de sus actores, el film de Campo y Lacuesta –que ya habían demostrado su buena mano para el drama intimista en Los condenados– crece entre los espejismos que generan las verdades a medias y la memoria selectiva, así como el deseo y la envidia.

La propera pell transmite la vivacidad propia de las películas que conservan su inventiva a lo largo de las tres fases del proceso creativo: escritura, rodaje y montaje. El solido manejo del misterio desde la escritura florece definitivamente en la interacción entre los actores. El mejor ejemplo de ello lo encontramos en una memorable escena de baile en la que Gabriel y su madre (una inmensa Emma Suarez, igual de afligida y conmovedora que en Julieta de Almodóvar) danzan al ritmo de la incertidumbre que los rodea. En una inusual muestra de confianza en la naturaleza enigmática y al mismo tiempo resolutiva de los gestos (miradas cómplices, confundidas, abrazos), Campo y Lacuesta realizan un hallazgo notable: la preeminencia de una cierta verdad emocional por encima de una verdad factual, o la trascendencia de la fe en el otro y el amor incondicional. Una realidad quebradiza que aflora en una película que sabe sobreponerse a los titubeos provocados por algún que otro efectismo sonoro –que pretende acercarnos a la subjetividad de los personajes– y que brilla en su apuesta por una austeridad formal condimentada con toques de sensualidad y un uso expresivo del paisaje pirenaico, que funciona como eficaz prisión dramática para unos personajes de pieles e identidades quemadas.