Gary y Alana, los jóvenes pretendientes de Licorice Pizza (pronúnciese Licrish Pitza), parecen buscar cualquier excusa para ponerse a trotar. La década de 1970 se encamina hacia su ecuador y las calles del Valle de San Fernando, en Los Ángeles, cumplen su cometido de escenario estival, aunque la pulsión jovial de esta película atlética podría retrotraernos hasta una fresca París de principios de los 60, asaltada por los amantes al galope de Jules y Jim de François Truffaut. La crisis del petróleo le ofrece a Gary la oportunidad de zigzaguear entre los coches varados a las puertas de una gasolinera, deslizándose al son de Life on Mars?, una estampa que remite al exorcismo en forma de sprint que realizaba Denis Lavant en la Mala sangre de Leos Carax, allí propulsado por otro tema de Davie Bowie, Modern Love –parece lógico, ya que el amor que circula entre Gary y Alana es más marciano (o clásico) que moderno–. Adoptando un tic característico del periodismo deportivo –consistente en vincular las carreras a récords de todo tipo–, este crítico nombraría Licorice Pizza como “la película con más escenas de chicos corriendo” de su memoria cinéfila, incluso por encima de Le départ de Jerzy Skolimowski, considerada por Jean Narboni como “una de las películas más bellas jamás realizadas sobre la idea de la juventud”. Belleza y juventud podrían parecer los ingredientes principales de la receta que emplea Paul Thomas Anderson para cocinar su Pizza de Regaliz, pero si hay una idea que prevalece en esta comedia romántico-dramática es una cierta sensación de desamparo. Desasistidos, o abocados a una orfandad de facto, los jóvenes en fuga de Licorice… deberán buscarse la vida en un universo tan resplandeciente como hostil.

La acción de Licorice… transcurre en 1973, el mismo año en que Richard Linklater ambientó su Dazed and Confused, una obra igual de proustiana pero mucho más despreocupada que la inmersión de Anderson en el tiempo perdido. Han pasado solamente tres años desde los acontecimientos de Puro vicio (Inherent Vice), la novela de Thomas Pynchon que Anderson convirtió en su particular oda a la resaca del sueño hippy de los 60. Sin embargo, en este breve lapso de tiempo, el imaginario sociopolítico yanqui parece haberse afincado con rabiosa naturalidad en el liberalismo económico más salvaje. Gary (interpretado por el debutante Cooper Hoffman, toda una revelación) tiene apenas 15 años, pero sus quehaceres cotidianos no se ajustan a los de un chaval en edad escolar, sino que se amoldan harmónicamente a la psique individualista y exitista del buen “emprendedor”. A años luz del espíritu contracultural que embriagaba la California de Puro vicio, Gary disfruta de una gloria mainstream conquistada gracias a su labor como actor adolescente en el programa televisivo Under the Roof (una referencia al show Yours, Mine and Ours, con Lucille Ball). Sin embargo, la estrella de Gary se desvanece con la llegada de la pubertad –los fans de Anderson cruzamos los dedos para que, en el futuro, el chaval no acabe convertido en un ex-niño prodigio resentido, como el Donnie Smith de Magnolia–.

Desterrado del oropel mediático, Gary deberá tomar las riendas financieras de su vida y se convertirá, a ojos de una amiga de Alana, en “un pequeño embaucador”. Primero, Gary tendrá la ocurrencia de comerciar con colchones de agua –el padre de Cooper, Philip Seymour (Hoffman), ya interpretó a un vendedor de colchones en Punch-Drunk Love del mismo Anderson– y, más adelante, el chico se convertirá en el mandamás de un salón recreativo (con su traje blanco y sus ademanes de big shot de poca monta, Gary se asemejará a una versión púber del Ben Gazzara de The Killing of a Chinese Bookie). Abandonado a su suerte y provisto únicamente de su (sexto) sentido del espectáculo, Gary irá sobreviviendo a golpe de vistosos tejemanejes, lo que le sitúa como un digno heredero de los self made men de la filmografía de Anderson: igual de precoz que el Reynolds Woodcock de Phantom Thread, más honesto que el Lancaster Dodd de The Master, más resuelto que el Barry Egan de Punch-Drunk Love, más transparente que el Frank T.J. Mackey de Magnolia y decididamente más noble que el Daniel Plainview de There Will Be Blood. Aunque el auténtico homólogo de Gary en el cine yanqui de las últimas décadas debe buscarse en una película del otro Anderson: ¿Cómo no soñar con un mash up de Licorice… y Academia Rushmore? ¿Reconocerían Gary y Max Fisher (Jason Schwartzman) sus afinidades: la capacidad para liderar a un clan infantil, la debilidad por las chicas mayores, el talento para ocultar sus inseguridades bajo un grueso manto de autoconfianza…? ¿O quizá se convertirían en némesis irreconciliables?

Mientras Gary pasea su encanto transparente y orondo por las calles, comercios, “ferias para adolescentes” y comisarías del Valles de San Fernando, Alana deviene el enigma de Licorice… De hecho, esta joven que afirma tener 25 años (y que está interpretada por la Alana Haim, del grupo Haim, en uno de esos papeles que marcan toda una carrera) merece figurar como el personaje más camaleónico surgido de la pluma de Anderson, un director acostumbrado a cincelar criaturas proclives al enmascaramiento de sus debilidades. Sin embargo, lo de Alana no parecen máscaras, sino estados del ser. La descubrimos, en el prólogo del film, como una chica altiva, malcarada, que cumple con desgana su labor de asistenta de una compañía especializada en la confección de orlas estudiantiles. Poco después, el punzante halo de melancolía que subyace en Alana se manifestará cuando nuestra heroína reconozca en Gary un idealismo inasumible. Pero entonces, cual transfiguración esotérica, el rostro de la protagonista deviene un receptáculo de pura ilusión cuando, en un viaje conjunto a Nueva York, ella decide presentarse, repetida y orgullosamente, como la “acompañante” del Gary-estrella-adolescente. Más Alanas: conduciendo un camión marcha-atrás por las colinas de Hollywood, ella se asemeja a la perfecta encarnación de la rebeldía sin causa. Pero, pocos minutos después, sentada sobre una acera, mirando de soslayo a sus compañeros imberbes, la joven parece haberse convertido en una mujer resabida, estoica, protectora de secretos trascendentales sobre el absurdo de la existencia y la inexorabilidad del transcurso del tiempo. Alana es un misterio incluso para sí misma: bañada por la luz del atardecer, porro en mano, le confiesa a su hermana (Danielle Haim, la “líder” de las Haim) que no entiende qué hace dando tumbos con una pandilla liderada por un chaval de 15 años. Perfilada como un acertijo indescifrable, Alana puede verse como un feliz atentado contra la coherencia psicológica que demandan algunos manuales de guionista. Sin ir tan lejos, ella resplandece como la perfecta encarnación de la lógica inestable que rige toda vida real (una evidencia que llevó a Luis Buñuel y Todd Haynes a multiplicar a los actores y actrices que dieron vida a los y las protagonistas de Ese oscuro objeto del deseo y I’m Not There).

Los dejes scorsesianos que decoran Licorice… –lentos acercamientos a los personajes para generar tensión, travellings de ida y vuelta para definir la guerra de sexos entre Gary y Alana, paneos violentos para retratar un estallido de violencia verbal– podrían hacer pensar en un regreso de Anderson a la “zona de seguridad” de Boogie Nights o Magnolia, pero la condición esquiva del personaje de Alana –que, sin dejar de ser ella misma, parece una persona diferente en cada escena– conduce la película hacia un territorio menos trillado, más próximo al fluir abrupto y a la naturaleza inestable de Punch-Drunk Love, The Master o Puro vicio. Tocada por una rítmica sincopada, Licorice… se entrega tan pronto a la aceleración (en las numerosas escenas, mayormente diurnas, de carreras urbanas) como al letargo (de aliento nocturno). Estas pausas, o baches, en el camino de Gary y Alana tienen como principales coprotagonistas al trío de personajes masculinos con los que el film perfila un retrato pesadillesco del mundo adulto. Sean Penn, como el fantasma del Hollywood pasado, encarna a una decadente estrella de la meca del cine llamada Jack Holden. El personaje fue concebido por Anderson como un avatar de William Holden, pero también podría verse como un hermano de armas de otro personaje de ficción con sus mismas iniciales: Jake Hannaford, la vieja gloria ebria y seductora a la que dio vida John Huston en El otro lado del viento, el film rescatado de Orson Welles (una conexión que podría explicar el apellido del personaje de Alana: KANE).

Luego encontramos a un inspirado Bradley Cooper como el trasunto de Jon Peters, el productor, peluquero y novio de Barbra Streisand. Sea como karateka callejero (en los títulos de crédito finales), como un pirómano demente (en la escena de la gasolinera) o como un abusón de patio de colegio, Peters encarna la cara más hostil de Tinseltown. Su cara a cara con Gary, plagado de silencios incómodos, de una agresividad lacerante y de una tendencia al balbuceo y la inconsistencia, no recuerda cuánto le debe el cine de Anderson a la escritura y la dirección de actores de Robert Altman (caos) y John Cassavetes (histeria). Por último, está el pequeño de los hermanos Safdie, Benny, como el doble de Joel Wachs, un impensable candidato a la alcaldía de Los Ángeles (resulta necesario chequear la Wikipedia un par de veces para llegar a creer que hay un Wachs real). Alana se adelanta tres años a la Betsy (Cybill Shepherd) de Taxi Driver en el rol de colaboradora de comité electoral y ambas experimentarán un desencanto intenso, aunque no del todo análogo: Betsy podrá seguir creyendo en la construcción de un mundo mejor después de su nefasta cita con el taxista Travis Bickle, mientras que Alana perderá toda la fe en un posible cuestionamiento del sistema cuando un supuesto encuentro privado con Wachs derive en una reunión pública en un “armario” sin salida. A la postre, el corrupto triunvirato formado por Penn, Cooper y Safdie perfila una objeción, y al mismo tiempo una exaltación, de la mirada glamourizada del pasado-presente que proyectó una y otra vez el Nuevo Hollywood (como si a la Érase una vez… en Hollywood de Quentin Tarantino le quitáramos la filia televisiva). En un orden algo más alegórico, también es posible leer la aparición de este trío de figuras desquiciadas como un comentario crítico de la actualidad, un Deforme semanal, un retrato de Hollywood cual terrario de víboras masculinas, depredadores con un cierto encanto y mucho peligro.

Atendiendo al modo en que Licorice… se recrea en las fachadas de los cines angelinos (donde se proyectan Vive y deja morir o Fríamente… sin motivos personales), así como en los vestidos, peinados y coches de sus protagonistas, se podría percibir en la película un cierto regodeo nostálgico. Sin embargo, para sostener esta acusación, habría que permanecer ciego ante el fulgurante vitalismo de un film que va dejando en la estacada a los personajes que deciden vivir anclados en el pasado o de espaldas al futuro. Licorice… se desliza a trompicones por un presente eterno, guiada por la joie de vivre y la tentación de la irresponsabilidad, ingredientes esenciales de una experiencia extática de la juventud. Y, todavía más, si uno escucha con atención, puede sentir el murmullo de Anderson proyectando hacia el infinito el romanticismo arrebatado de los primeros amores. Cuando, al principio de la película, Gary le confiesa a su hermano pequeño que ha conocido a “una chica con la que pienso casarme algún día”, nuestro protagonista no va de farol. De hecho, es evidente que, en todo momento, Anderson cree plenamente en las posibilidades de Gary con Alana, pese a que las personalidades de ambos, sus orígenes y sus tesituras vitales parecen conspirar contra su unión. Cuando, en su primera cita, Alana le espeta a Gary que, en un par de años, el destino probablemente les habrá separado, nuestro héroe responde con una serenidad que llega a asustar a su partenaire: “No pienso olvidarme de ti. Del mismo modo que tú no vas a olvidarme a mí”. A veces, las cosas salen bien: este crítico se enamoró de Laura cuando tenía ocho o nueve años. Hoy, más de tres décadas después, sigue trotando por la vida junto a ella… y nuestros hijos.