Basada en una historia real, la nueva película del director de Crónica de una mentira y Superstar retrata la tragicómica odisea de la baronesa Marguerite Dumont, que combate la soledad labrándose una falsa reputación como virtuosa del canto operístico. Como en El traje nuevo del emperador, Dumont es víctima del servilismo de una corte que le rinde una pleitesía infundada: pese a sus aires de diva, el único talento de la baronesa consiste en ofender el Bel Canto con su voz perennemente desafinada. Una premisa narrativa que se prestaría fácilmente al retrato caricaturesco de un personaje salvajemente ridículo. Sin embargo, y este es el mayor mérito de la película, Giannoli prefiere retratar a Marguerite como un personaje tridimensional, tan pomposo como secretamente afligido, tan patético como digno de ternura. Una tarea en la que resulta clave el trabajo interpretativo de Catherine Frot, que primero hace gala de su conocido histrionismo para luego construir un personaje matizado, complejo, casi una versión afrancesada de la alienada Norma Desmond de El crepúsculo de los dioses.

Madame Marguerite no es una gran película, pero sí un entretenimiento digno, que observa con respeto a sus personajes y que, de propina, regala al espectador un apetitoso retrato del París de los años 20, con el tenso enfrentamiento entre un oficialismo que pretende reconstruir el viejo esplendor de la ciudad –golpeada durante la Gran Guerra– y una vanguardia artística que aboga por la destrucción de las tradiciones. Serpenteando hábilmente entre la farsa ruidosa y el drama intimista, Madame Marguerite saca partido de un naturalismo formal que no se separa un ápice del academicismo. La corrección es su virtud y su límite.