En el ámbito de la ficción cinematográfica, el desconcierto existencial que pueden provocar la enfermedad o la pérdida de un ser querido ha derivado en demasiadas ocasiones en el tratado psicológico de manual o en el ejercicio terapéutico de autoayuda. En Empieza el espectáculo, Bob Fosse supo reírse ácida y compasivamente de las “fases” por las que transita, agonizante, el ser humano en su camino hacia la aceptación de la muerte; sin embargo, aquel exorcismo satírico no parece haber calado en un arte que, desde el mainstream (de La decisión de Anne a Bajo la misma estrella) hasta el “cine de autor” (las últimas películas de Naomi Kawase), sigue empeñado en perpetuar una visión que uno intuye simplista del drama de la pérdida. Una visión esquemática contra la que se manifiesta serenamente la magnífica Mia madre de Nanni Moretti, una película que parece condenada a ser entendida, meramente, como una purga autobiográfica (el recuerdo de la madre muerta) o como el contraplano de La habitación del hijo, cuando en realidad es mucho más que eso.

Observada en su conjunto, la obra de Nanni Moretti luce como un cuerpo compacto –más allá de su dialéctica satírico-dramática– en el que despunta la figura del “desvío”: vienen a la memoria el sublime paseo en motocicleta en recuerdo de Pasolini en Caro diario o el extravío urbano de un hombre (Michel Piccoli) atormentado por un deber imposible en Habemus Papam. Mia madre podría verse como una cumbre de esta idea del desvío, de la fuga, del relato como cuaderno de apuntes centrífugo: he aquí un viaje lleno de rodeos, espejismos y bifurcaciones por la realidad, la memoria, los sueños y fantasías de una directora de cine, Margherita (magnífica Margherita Buy), enfrentada a la tragicomedia de la vida. Aunque, si nos atenemos al relato y a las imágenes, ni siquiera podemos hablar de una película construida a partir de un punto de vista único y estable. Aquí también debemos hablar de desvíos: los que nos llevan desde Margherita hasta las perspectivas de su hermano (interpretado por el propio Moretti), su hija y su madre. Sería tentador hablar del poder unificador de un narrador omnisciente (aquí silente): Moretti, el autor, orquestador del caos vital que amenaza a esta familia que se enfrenta a la muerte de la madre/abuela. Sin embargo, Mia madre se resiste a sucumbir a la idea del orden, de la estructura férrea, de la organización jerárquica de los elementos. Las conclusiones del film pueden ser claras, pero su cuerpo se presenta embriagado por las incertidumbres de la vida.

Una de las claves de la forma orgánica, libre, de Mia madre puede hallarse en el modo en que Moretti nos introduce y maneja el universo onírico de Margherita. Una dimensión, la de los sueños, que en la ficción audiovisual suele reclamar un estatuto fantasmagórico (David Lynch), excéntrico (Michel Gondry) o psicoanalítico (Los Soprano): un reino apartado de la realidad. Moretti trabaja a la contra de esa idea. Los desvíos oníricos de Mia madre no están subrayados, no se desmarcan del resto de la película, ocurren con la misma naturalidad que los flashbacks, la alucinaciones de la propia Margherita o los arrebatos neuróticos y cómicos del personaje de John Turturro (el único exceso del film). Todo discurre al son de un mismo compás, y el resultado final es un retrato complejo de una existencia negociada a través de aflicciones sentimentales, conflictos familiares, dilemas ético-profesionales –Margherita se cuestiona cómo compatibilizar el rigor artístico y el compromiso social–, pesares existenciales y preocupaciones intelectuales –la de la madre, profesora de latín, que ve peligrar la vigencia de su oficio a manos de una sociedad perdida–. “Sé ligera”, le reclama el personaje de Moretti a Margherita en una de sus ensoñaciones, y el propio director atiende la demanda: Mia madre permite imaginar cómo habría sido el cine de Ingmar Bergman si el autor sueco se hubiese impuesto un mandato de sublime ligereza.

Una desarmante obra de madurez, Mia madre utiliza su fluir zigzagueante, su relato sin centro, para llevarnos hasta lugares que vale la pena habitar: una habitación de hospital en la que un hijo (Moretti) sirve, delicada y cariñosamente, un plato de pasta fresca a su madre enferma; una calle en la que una joven está aprendiendo a ir en ciclomotor. Maravillosos instantes pasajeros que demuestran hasta dónde puede llegar el cine cuando habla desde la ternura y la sabiduría.