En 1991, Oliver Stone dirigió JFK, una de sus mejores películas: un retrato caleidoscópico e incisivo de la impenetrable red de corruptelas e intereses cruzados que rodearon el asesinato de Kennedy. Aquella vibrante elegía por una América abocada al fin de un sueño de esplendor reverbera en la amplitud temático-narrativa de Snowden, el ambicioso biopic que ha dirigido Stone del hombre que destapó el sistema de escuchas masivas de la Agencia Nacional de Seguridad yanqui: una radiografia de cuerpo entero de un conflicto con múltiples ramificaciones. Así, tomando a Edward Snowden casi como un pretexto, Stone embiste contra un buen número de frentes abiertos: la falta de escrúpulos de los servicios secretos de inteligencia, la hipocresía de los políticos (con Obama en el centro de la tormenta), la responsabilidad de los medios de comunicación (cuya inoperancia general contrasta con la valentía de unos periodistas de The Guardian), o el desconcierto de una ciudadanía atrapada entre el inconformismo y la ignorancia. La película tiene el coraje de no dejar cabos sueltos –su denuncia contra la perversidad e inmunidad de los poderes fácticos no podría ser más contundente– pero se encalla en la confección del hilo conductor del relato: una edulcorada e insustancial historia de amor que intenta inyectar emoción en una película eminentemente factual, analítica.

El año 2006, Stone dirigió World Trade Center, una de sus peores películas: una crónica lacrimógena de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Ofuscado por el trauma nacional, Stone no supo ir más allá del elogio complaciente al impresionante sacrificio de aquellos que perecieron en la Torres Gemelas intentando salvar vidas. El espíritu indulgente de World Trade Center reaparece en Snowden, donde el protagonista es retratado como un héroe sin aristas, una figura impoluta atrapada en un pozo de amoralidad. Para no manchar la figura de Snowden, Stone evita de manera bastante sistemática mostrar la implicación directa del protagonista en los crímenes que acaba denunciando: más que un cómplice, la película presenta a Snowden como un espectador de las faltas éticas de otros (sólo durante un breve segmento que transcurre en Ginebra vemos al protagonista embruteciendo su conciencia). Así, renunciando a explorar la cara más oscura y potencialmente interesante del personaje –ahí está, por ejemplo, la sombra del narcisismo, que emergía subterráneamente pero con fuerza en el documental Citizenfour de Laura Poitras–, Snowden prefiere quedarse con la descripción del viacrucis sentimental y físico del protagonista, afianzando una imagen higienizada del héroe trágico.

A la fragilidad narrativa de la película hay que sumarle su escaso vigor formal. Snowden empieza con una escena de suspense que parece replicar los efectos focales y la elasticidad compositiva (de planos detalle y estampas generales) característicos de varios films míticos sobre la paranoia en la América de los años 70, de La conversación de Francis Ford Coppola a Todos los hombres del presidente de Alan J. Pakula. Sin embargo, a medida que la trama progresa y se expande, la película va cayendo en una estética tocada por una cierta impersonalidad. Finalmente, la tendencia al efectismo –frenesí informático acompañado por machacante música electrónica, la interconexión del planeta Tierra condensada en el ojo de Snowden, la paranoia del protagonista subrayada por la imagen del rostro amenazante de su jefe en una pantalla gigante– termina llevando la película hacia la senda del telefilm.