Tommaso, presentada en el Festival de Cannes de 2019, supuso el regreso de Abel Ferrara al largometraje de ficción cinco años después del estreno de Pasolini. Un lustro en el que, además de realizar tres documentales (Alive in France, Piazza Vittorio y The Projectionist) y un cortometraje (Hans), el cineasta del Bronx se afincó en Roma, se casó con la actriz moldava Cristina Chiriac y fue padre de una niña llamada Anna. Tanto Cristina como Anna aparecen en Tommaso interpretando versiones semificcionales de sí mismas, mientras que Willem Dafoe se encarga de dar vida al alter ego del director de The Addiction. Estamos, pues, metidos de lleno en las agitadas aguas de la autoficción, sobre las que Ferrara construye un espejo deformado de una realidad en la que confluyen la luz (la superación de la adicción a las drogas) y la oscuridad (los miedos íntimos, las cicatrices del pasado). Y, entre estos dos polos opuestos, hallamos el desafío de construir una familia.

Cual antídoto contra la concepción de la paternidad/maternidad como un armónico camino de rosas (un ideal fraudulento capitalizado por más de un gurú de la crianza zen), Tommaso ofrece un testimonio crudo y a la vez profundamente emotivo de la compleja vida familiar del protagonista, cargada de sublimes fogonazos de felicidad, pero también de obstáculos de ardua superación. Resulta difícil encontrar en todo el cine de Ferrara escenas más bellas que aquellas en las que Dafoe, irradiando ternura, lleva a Anna a jugar a un parque infantil y a comer un helado. De hecho, si algo demuestran los primeros compases de Tommaso es que la realidad cotidiana puede devenir un edén de afecto y aprendizaje si uno se entrega con nobleza al cuidado de los seres queridos… y de uno mismo. Así lo hace el protagonista cocinando para su mujer y su hija, gozando de los pequeños placeres mundanos (un espresso matinal, unas clases de italiano), o cuando persigue un cierto equilibrio personal mediante la práctica del yoga y la meditación (Ferrara se convirtió al budismo en el año 2007). Una radiante visión de la existencia que el director de El rey de Nueva York captura con una cámara digital que flota por los escenarios con una elegancia sinuosa, siempre atenta al movimiento, a las distancias y a las interacciones físicas entre los personajes.

Tommaso (Dafoe/Ferrara) persigue con determinación la construcción de un horizonte vital alejado de las conductas tóxicas; sin embargo, los fantasmas del pasado no son fáciles de domesticar. El protagonista acude a unas reuniones de alcohólicos anónimos en las que relata de forma descarnada pasajes siniestros de su vida. Resulta particularmente estremecedor escuchar al personaje de Dafoe describir con la voz entrecortada y la mirada herida cómo abandonó a sus dos hijas adoptivas (Ferrara es padre, justamente, de dos hijas adoptivas). Unos recuerdos que dan fe de un anhelo autodestructivo que se proyecta sobre el presente mediante actitudes neuróticas: celos irracionales, terror a la pérdida, una inclinación permanente a sentirse infravalorado… Por último, la fascinante composición de personaje que conjugan de manera simbiótica Ferrara y Dafoe se completa con el retrato de la vertiente creativa de Tommaso, que reparte su tiempo de trabajo entre la preparación de un nuevo film ambientado en un paisaje nevado (Ferrara estrenó su nueva película, Siberia, en la pasada Berlinale) y la coordinación de un taller de interpretación donde el protagonista enseña a sus alumnos a “encontrar el gesto de un modo orgánico”. En otro momento de gran lucidez, Tommaso advierte a sus discípulos que la actuación debe surgir de la colisión entre el control y el abandono, justamente las dos fuerzas que batallan en el interior del protagonista.

En cuanto a la estructura de Tommaso, cabe decir que la naturaleza escindida de la personalidad del protagonista halla su correspondencia en la forma fracturada del film. No es la primera ocasión en la que Ferrara trabaja con estructuras quebradizas: Mary entrecruzaba relatos que transcurrían en diferentes épocas, New Rose Hotel deconstruía una realidad extrañada y Pasolini fluía con absoluta naturalidad –a la manera de un flujo de consciencia audiovisual– entre las vivencias presentes, los recuerdos y los universos ficcionales creados por el protagonista. Tommaso opera de un modo similar a Pasolini, transitando sin interrupciones entre el retrato de la cotidianeidad del protagonista y la puesta en escena de sus fantasías, sueños y pesadillas. De manera paulatina, la esfera más trastornada de la personalidad de Tommaso se irá apoderando tanto del personaje como del conjunto de la película, que va revelando progresivamente su condición de exorcismo existencial… y social, si tenemos en cuenta la progresiva aparición de vagabundos e inmigrantes que viven en la indigencia. Para Ferrara, no hay distinción posible entre lo personal y lo político.

Cuentan los exadictos que las recaídas suelen ser brutales, a plomo, y Ferrara no tiene dudas a la hora de explorar, en Tommaso, ese tipo de hundimiento abismal. Aunque, como dicta el ideario incorruptible del director de Teniente corrupto, en la pantalla no hay lugar para moralismos o recriminaciones: la violencia y la belleza de la naturaleza humana son demasiado abrasadoras como para perder el tiempo juzgándolas. He aquí el extraordinario testimonio autoficcional de un aspirante a budista condicionado por su educación católica, de un cariñoso padre de familia acosado por sus terrores cotidianos, de un artista que en su búsqueda de redención se asoma a la más simple y llana grandeza.