Toni Erdmann, la nueva película de Maren Ade (Entre nosotros), hace gala de tal dominio del tempo que necesita que no tiene ningún problema en dejar que las cosas se gesten a fuego lento. En un primer momento, podemos creer que en el film de la directora alemana llueve sobre mojado: vemos la desconexión entre un hombre, Winfried (Peter Simonischek), y su hija Ines (Sandra Hüller), de caracteres completamente contrapuestos. Él, un bromista incorregible, ella, una mujer severa con una estresante vida laboral en Bucarest. Cuando él decide ir a visitarla por sorpresa, intuimos que se masca la reconciliación en un futuro no muy lejano. Pero en el momento en que Winfried se disfraza con una dentadura ridícula y un pelucón, inventándose la identidad de Toni Erdmann (coach en negocios de altos vuelos o embajador alemán en Rumania, según el caso), todos los esquemas se vienen abajo.

Resulta muy hermoso cuando una película pega un salto absolutamente inesperado tras haberse tomado su tiempo para prepararse (y prepararnos). Y eso es exactamente lo que presenciamos cuando Winfried/Toni decide infiltrarse en la vida profesional de Ines, con la esperanza de comprenderla mejor. A partir de ese momento, Toni Erdmann se vuelve literalmente imprevisible, pues queda en manos de un bufón que asalta la lógica del capitalismo (el trabajo de la protagonista consiste en elaborar informes para empresas, justificando la conveniencia de externalizar sus puestos laborales). Pero las numerosas chanzas, mentiras y ocurrencias de Winfried/Toni no equivalen a un aluvión de risas, ya que Ade no plantea las secuencias como algo intrínsecamente cómico (de hecho, hay abundantes contraplanos de incomodidad y tristeza). Las prolongadas secuencias terminan saltándose cualquier manual hipotético del buen cine cómico, y sus normativas de marcar con metrónomo las carcajadas. Quizá Toni Erdmann no sea realmente una comedia, sino una película protagonizada por un tipo que ha decidido tomarse la vida como una comedia, sin preocuparse de que esta le siga la corriente.

Con toda la formidable organicidad del film, quizá la película reciente que con más libertad maneja los códigos del humor, Maren Ade sabe perfectamente cómo construir crescendos de memorable hilaridad: de ello dan fe una insospechada y sentida rendición del Greatest Love of All de Whitney Houston y una climática fiesta de la que no conviene dar muchos detalles y que acaba explicando el sentido del bello y enigmático cartel de la película.