En su texto El cuerpo utópico, escrito originalmente como una conferencia radiofónica, Michael Foucault escribe acerca del cuerpo: “No puedo moverme sin él. No puedo dejarlo donde está. Puedo ir al fin del mundo, puedo esconderme bajo las sábanas, puedo hacerme tan pequeño como sea posible… Siempre estará ahí”. El cuerpo es nuestro límite y frontera, espacio de contacto y de contención, lugar de encuentro, choque, roce. Un espacio común pero también íntimo, un campo de batalla en el que el yo se encuentra con los demás, se reconoce, o no, y dialoga con el mundo. La nueva película de la rumana Adina Pintilie, Touch Me Not, se edifica sobre el conflicto de ese “cuerpo utópico” del que hablaba Foucault, sobre la imposibilidad, o la dificultad, de encontrar cobijo en nuestras propias carnes.

Trabajando sobre un esquema documental al que Pintilie superpone capas de representación, Touch Me Not, con esa contradicción en su propio título, deseo de ser tocado y deseo de no serlo, está protagonizado por una actriz que encarna (nunca mejor dicho) a una mujer en la cincuentena, con un marido (o padre, la película nunca se preocupa por aclararlo) enfermo en el hospital, que al enfrentarse al abismo de la muerte decide arrancar una exploración sus propios límites corporales para tratar de encontrarse a sí misma a través de distintos “terapeutas”: una mujer transgénero trata de liberarla de sus propias cadenas, un joven al que paga por masturbarse en su propia cama mientras ella le contempla, y una suerte de explorador físico que fuerza los límites de tolerancia al roce en busca de su propia rabia. Junto a ella, la película despliega el retrato de un grupo de terapia física con discapacitados físicos en el que se establece una relación muy singular entre un tetrapléjico y un hombre obsesionado por su antigua pareja. La terapia de roce y exploración física, pensada para “rehabitlitar” a quienes no tienen control de su propio cuerpo, se da la vuelta y supone una exploración de la incapacidad de reconociliarnos con nuestra propia intimidad.

Porque si algo es Touch me Not, que arranca con un primerísimo primer plano del vello corporal de uno de los personajes como si fuera una suerte de bosque, un paisaje desconocido e inexplorado, es un viaje a los límites de nuestra intimidad, ese espacio desnudo en el que tanto nos cuesta encontrarnos con nosotros mismos, para después abrazar a los demás. Sin aclarar nunca qué es ficción, qué es documental, o si todo está en esa zona gris en la que todo se confunde, Touch me Not enfrenta al espectador a su propio cuerpo enfrentándolo a la intimidad de los otros, enfrentándolo a las máscaras conscientes e inconscientes con las que vamos tapando nuestras heridas. Que la propia directora se ponga en escena, no solo como un rostro entrevistador en una pantalla (dentro de otra pantalla, cuerpos encerrados bajo máscaras y reflejos) sino como una protagonista más de esa búsqueda hacia la intimidad, no es sino una capa más de una película que despliega un aparato cinematográfico de gran complejidad para encontrar el camino hacia lo más sencillo: la desnudez.