Autores de obras veristas, temperamentales y amigas de lo anárquico (de Go Get Some Rosemary a Heaven Knows What), los hermanos Josh y Benny Safdie sostienen en pie el estandarte del verdadero espíritu indie, ese virus que engendra cineastas indomables: en este caso, tocados por el desbordamiento emocional del cine de John Cassavetes. La prueba de fuego del aliento incorruptible de los Safdie llega nada más comenzar Good Time, su mejor película hasta la fecha, que despega in media res, a ritmo frenético y proceder elíptico, arrastrando al espectador desde un centro para gente con discapacidades psíquicas hasta un atraco fallido, capturando por el camino el vínculo irrompible entre dos hermanos y el hedor urbano de la “otra” Nueva York, aquella que nunca conocerá la sofisticación del Upper Manhattan o la cara hipster de Brooklyn.

Los Safdie siempre han sentido debilidad por el ajetreo urbano, pero su apuesta por el desenfreno narrativo alcanza en Good Time cotas inéditas y gloriosas. El escenario y las interrelaciones entre los personajes remiten al universo criminal de poca monta de Malas calles de Martin Scorsese, pero la acción, marcada por una pulsión irreflexiva, parece más cercana al efecto bola-de-nieve de Jo, qué noche o a la narrativa espástica de Mikey and Nicky, la memorable comedia negra con toque noir de Elaine May, en la que John Cassavetes y Peter Falk sacaban a pasear su amistad, sus irresponsabilidades y su paranoia por una Filadelfia nocturna y siniestra.

Good Time no tiene tiempo que perder. La desesperación campa a sus anchas mientras cae la noche y los protagonistas chocan una y otra vez contra sus apresuradas y fallidas decisiones, como moscas rebotando contra una bombilla encendida. Los personajes se explican a través de sus acciones: Connie, encarnado por Robert Pattinson (que lleva el peso de la acción con brío, liberado de los tics de The Rover y de la impasibilidad obligada de Cosmopolis), parece creer que huye hacia adelante, aunque en realidad no deja de dar vueltas en torno a la vulnerable figura de su hermano Nick (el propio Benny Safdie). Llegamos a conocer las motivaciones de Connie a través de diálogos fugaces e histéricos, mientras la acción va diseminando motas de incertidumbre por el relato: el encuentro fugaz entre Connie y una anciana moribunda en una habitación de hospital remite a un momento similar de Empieza el espectáculo (All That Jazz), aunque aquí el significado o las repercusiones de este memento mori no se llegan a concretar.

Good Time funciona como un río con afluentes inesperados y un curso imprevisible. Sin saber muy bien cómo, nos descubrimos atrapados en cochambrosos parques temáticos e inhóspitas estancias iluminadas con luces fosforescentes. Se diría que estamos ante una versión mendicante de Collateral de Michael Mann, con un criminal pordiosero en lugar de un asesino zen, con unos ásperos 35mm en vez de una asepsia digital, con las mugrientas calles de Queens sustituyendo la pulcritud de Los Ángeles.

Propulsada por la banda sonora de Oneohtrix Point Never –un amasijo de sintetizadores y golpes rítmicos–, Good Time arrastra un fatalismo epidérmico, una compasión soterrada y una fe inquebrantable en la fuerza reveladora del movimiento compulsivo, como si se tratara de una versión sin épica ni aliento arty de la trilogía Pusher de Nicolas Winding Refn. Tras el maravilloso epílogo, lo que queda es un poso de amargura doliente, marcada por la certeza de la soledad desvalida de los personajes: una sensación parecida a la que provocaba la última imagen de Malas calles, con aquella mujer mayor, la madre de Scorsese, bajando la persiana de su desangelado apartamento de Little Italy.

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