La nueva película del dúo formado por Juliana Rojas y Marco Dutra (directores de Trabalhar Cansa) toma su título de una de las primeras escenas del film, en la que una joven burguesa, Ana (Marjorie Estiano), pone a prueba las artes culinarias y el savoir faire doméstico de su nueva empleada, Clara (Isabél Zuaa). Desalentada por las exageradas dimensiones de la cuchara con la que se ve obligada a probar un consomé poco apetecible, la “señora” pregunta: “¿Entiendes de etiqueta?”. Ante la expresión desconcertada de la criada, Ana explica: “Mi madre me obligó a hacer un curso en el que enseñaban buenos modales. Era un curso para niñas. Uno de los ejercicios consistía en tomar la sopa sin sorber”. Sobre el papel, este apunte podría leerse como una recriminación dirigida a la criada, una advertencia sobre un cierto nivel de exigencia. No obstante, el tono empleado por Ana tiene más visos de confidencia que de amenaza. Tras la ropa de marca, el peinado de peluquería y los ademanes pijos de la esbelta damisela se amaga, escondida a plena vista, la plena consciencia de ser una oveja negra. Algo no encaja en el perfil de esta joven educada para ser sumisa, para no molestar, para no hacer ruido; un algo que tiene mucho que ver con la vida que alberga en su interior, ese bebé que unirá para siempre los destinos de la señora y su criada, dos mujeres que comparten la condición de ser mujeres marcadas.

Los buenos modales es, entre otras cosas, un delicado y detallista prodigio de dosificación narrativa, donde cada pincelada acerca del pasado y el presente de las protagonistas perfila todo un universo social. Se diría que Rojas y Dutra necesitan apenas un breve diálogo o una pequeña cápsula informativa de origen gestual para perfilar lo que al también brasileño Kleber Mendonça Filho, un cineasta más barroco y exuberante, suele tomarle más de media película –aunque, en realidad, todos ellos comparten unos mismos intereses temáticos: el estudio de la transferencia de tensiones sociales entre el Brasil rural y el cosmopolita emparenta Los buenos modales con la extraordinaria Sonidos del barrio–. Sin embargo, pese a la astucia de Rojas y Dutra a la hora de construir sus personajes con una par de trazos tipológicos, y pese a la habilidad del dúo para trazar, con pulso elíptico, las asombrosas idas y venidas del relato, Los buenos modales se encarama a la excelencia fílmica gracias, sobre todo, a la inventiva exploración de los espacios doméstico y urbano.

La primera mitad de Los buenos modales transcurre en su mayor parte en el interior del ostentoso apartamento de Ana, situado en las alturas del Sao Paulo, en uno de los rascacielos de la zona pudiente de la ciudad. Como obliga el espíritu esencialista que parece mover a Rojas y Dutra, las paredes blancas del espacioso apartamento –donde Ana lleva viviendo apenas unos meses– están ocupadas por unos pocos objetos que configuran un suculento entramado simbólico. Un crucifijo pone de manifiesto la herencia familiar conservadora que ha llevado a Ana hasta su destierro en la gran ciudad, mientras que la doble alusión a la figura de un caballo blanco, en una fotografía y una caja de música, sirve de detonante para el estudio de la dialéctica de lo salvaje y lo civilizado que comandará el curso del film. Una senda animalística que, antes de la aparición en el relato de la figura del licántropo, se ve punteada por unos planos detalle de bolsas de carne en el interior de una nevera y por la escueta estampa de una cabeza de buey disecada colgando de una pared –una imagen que, con toda seguridad, habría hecho las delicias del maestro Luis Buñuel, que también habría aprobado la decisión de los cineastas de mantener a las protagonistas en una suerte de claustrofóbico encierro metafísico–.

La disposición diáfana y la apariencia aséptica del apartamento de Ana –todo ello antes de que la película se tiña de rojo profundo– dan cuenta de otra de las singularidades de Los buenos modales: su atrevida y bienvenida apuesta por el artificio. En varias ocasiones, el paisaje urbano que oteamos a través de los grandes ventanales del apartamento parece una ilustración al borde del impresionismo, con la luna llena imponiéndose como una presencia desproporcionada. Dentro de la casa, la chimenea ha sido sustituida por una pantalla en la que “arden” unos troncos digitales que jamás se consumen: una fantasía higiénica que, a su modo, se encarga de destapar los simulacros que mantienen en pie al mundo capitalista y al clasismo recalcitrante de la sociedad brasileña. Por su parte, en las contadas ocasiones en que las dos mujeres se atreven a poner un pie en la calle –empujadas por la curiosidad sexual o por un sonambulismo de aura licantrópica–, Sao Paulo aparece notoriamente despoblada, tocada por un silencio y una vacío pandémicos que traen a la memoria los escenarios apocalípticos de las mejores películas del japonés Kiyoshi Kurosawa. Esta tendencia al vaciamiento de los espacios llega a afectar a algunos personajes secundarios que, relegados al fuera de campo, subsisten cuales voces incorpóreas, como en el caso del ginecólogo de Ana o del portero del “condominio” en el que viven las protagonistas. Todo este trabajo en torno al artificio y el vacío acaba situando Los buenos modales bajo la influencia del imaginario brechtiano: todo en la película parece construido para recordarnos, una y otra vez, que estamos ante una obra de ficción autorreflexiva, un artefacto autoconsciente de incuestionables resonancias políticas.

En una escena destacada de la primera mitad de la película, Clara –cuya perenne actitud desafiante parece atentar contra su rol de sirvienta– ofrece un sabio consejo a Ana, que acaba de confesarle la verdad sobre su confinamiento lejos de su familia: “Usted no debe hacer caso de lo que digan o piensen los demás. Que se jodan”. Y así, con este espíritu de confrontación y libertarismo, las dos mujeres hacen añicos los binarismos que codifican su entorno social. Ana es rica, blanca y heterosexual; Clara es pobre, negra y, por lo que podemos intuir de sus salidas nocturnas, lesbiana. Pero en el interior de la casa de muñecas en la que Ana espera el nacimiento de su hijo Joel (interpretado por Miguel ¡Lobo!), el cuidado mutuo hará florecer una empatía profunda, la empatía se tornará en pasión, la pasión en amor. He aquí una fábula siniestra pero esencialmente dulce, cálida, sobre la fraternidad de los desheredados y sobre la fuerza transgresora del deseo. Me atrevería a decir que, en su apuesta por el psicodrama tocado por fuerzas esotéricas, Rojas y Dutra se posicionan más cerca de la magia de Dickens que de la virulencia del Joseph Losey de El sirviente o de los malabarismos narrativos del Bong Joon-ho de Parásitos –los brasileños se toman demasiado en serio las sangrantes diferencias de clase que operan en su película como para jugar con la posibilidad de que los pobres pudiesen hacerse pasar por ricos–.

En cierto sentido, resulta tentador imaginar Los buenos modales como el perfecto antídoto contra la farsa naturalista de Intocable de Olivier Nakache y Éric Toledano. Allí donde los franceses construían un fantasioso y sentimentalista retrato de un mundo sin fronteras étnicas y sociales, Rojas y Dutra conducen su doliente y conmovedor retrato de unos personajes marginados, víctimas de la intolerancia, hacia una rigurosa disección de las fronteras interurbanas. Tras su ruptura central, Los buenos modales se embarca en un vaivén fatídico entre las dos ciudades que conviven en el interior de Sao Paulo, la burguesa y la proletaria, separadas por un río abismal. Y el problema es que en ninguno de los dos territorios parece haber lugar para aquellos que se atreven a separarse de la ortodoxia social, sean madres solteras, mujeres lesbianas o hombres lobo. A la postre, como ocurría en aquel hito del terror político titulado Zombi (Dawn of the Dead) de George A. Romero, Los buenos modales acaba conduciendo a sus desheredados hasta el no-lugar por antonomasia de la sociedad de consumo: el centro comercial, el shopping mall.

Tan severa con la hipocresía social como indulgente con el trío de incomprendidos que la protagonizan, Los buenos modales transita desde el sobrio psicodrama de interiores hasta la fábula de terror desatada. La banda sonora, que al principio parece citar las melódicas partituras de Danny Elfman para las películas de Tim Burton, es luego vampirizada por un lúgubre coro griego liderado por una mujer vagabunda. A medida que el horror se cierne sobre los personajes, el peso de las maldiciones atávicas se combaten con la sabiduría curandera. Y, de hecho, antes incluso de que el relato alcance su brecha central, la presencia de un salvajismo ancestral se concreta en una secuencia animada que remite al imaginario folclórico-mitológico que decoraba el flamante interludio de Tropical Malady de Apichatpong Weerasethakul. Condenada a vagar más allá de los límites de lo conocido, Los buenos modales fortifica su discurso en torno a su compromiso empático, ideológico y político con sus protagonistas, a los que dota de una compasión inconmensurable. Sublimando el terror que emanaba de la mítica clausura de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby) de Roman Polanski, Rojas y Dutra entrecruzan las nociones de maternidad y monstruosidad hasta un punto de no retorno donde la sordidez solo tiene una respuesta posible: la ternura abrasadora de un pecho materno abrazado por el morro y la zarpa de un pequeño licántropo.

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