Otra ronda arranca con una secuencia que recrea, de forma nerviosa e inmersiva, una costumbre danesa que lleva a grupos de jóvenes hasta un lago para participar en una carrera, aunque la competición es de todo menos deportiva. El ganador es el equipo que consigue beberse una caja de cerveza antes de completar el recorrido. Luego la fiesta continúa por toda la ciudad, con los jóvenes completamente borrachos, liberados de cualquier tipo de conciencia cívica. Algunos de estos jóvenes son alumnos de los cuatro protagonistas de la película, a quienes el cineasta danés Thomas Vintenberg convierte en ‘cobayas’ de un experimento sobre la ebriedad.

A partir de un estudio científico que asegura que nacemos con un déficit de alcohol en la sangre –que podría ser compensado por una moderada ingesta diaria que mejoraría nuestras relaciones familiares y el rendimiento profesional–, los protagonistas de Otra ronda deciden llevar a cabo su propia investigación, utilizando sus cuerpos y sus vidas como campos de prueba. Guiados por el profesor de música, comienzan a beber hasta el nivel exacto que se requiere para sentir los supuestos efectos beneficiosos. Pero como no tienen suficiente, deciden ir superando etapas, aumentado el nivel de consumo hasta un punto de embriaguez total conocido como “ignición”.

Siguiendo el mismo impulso cientifista que sus personajes, Vinterberg se fija como objetivo la búsqueda de los límites del rígido conjunto de preceptos éticos y sanitarios que componen el orden social. Sin embargo, el suyo no es un acto de rebeldía antisistema, no pretende apelar a la insurrección. Lo que mueve a los personajes de Otra ronda –una obra más cercana a las provocaciones de Ruben Östlund que a al espíritu verdaderamente subversivo de Abel Ferrara– es apenas la necesidad de dar un giro a sus vidas, romper con la monotonía, recuperar los sentimientos y la voluntad de amar, así como desprenderse de la dolorosa sombra de la soledad. Lejos del moralismo habitual de su cine, Vintenberg se posiciona del lado de sus personajes. No hay ironía en la mirada del cineasta, y sí algunos gestos de carácter empático.

Habrá quien eche de menos en Otra ronda un posicionamiento más rotundo acerca de los peligros del consumo de alcohol, pero aquí la denuncia no parece hallarse entre las motivaciones del director de Celebración, que consigue escapar de las efectistas encrucijadas morales que han dado sentido a su errática carrera. Apostando por una propuesta formal carente de alardes, Vinterberg emplea la cámara en mano (su registro habitual) de un modo funcional, permitiendo que el relato fluya de la comedia más ligera al drama más rotundo.

El autor de La caza saca todo el partido a la química que se establece en pantalla entre sus cuatro actores principales, que consiguen hacer creíbles sus recurrentes tránsitos entre la sobriedad y la embriaguez. Comentario aparte merece Mads Mikkelsen, que en el papel de Martin, el profesor de Historia, ofrece un recital de economía gestual, invocando toda clase de tempestades anímicas con un simple abrir de ojos o una mirada a la oscuridad circundante. Una realidad cada vez más ilusoria, próxima al éxtasis enajenado que experimentaban los jóvenes participantes en la competición etílica con la que se abría el film.