I got a notebook and I got a light / My head is loose and my jacket tight / A poet walks and the path is bright”. En su disco más reciente, Songs to Play, Robert Forster incluye una canción titulada A Poet Walks, que describe las rutinas cotidianas de un poeta, y lo estrechamente vinculadas que están a su inspiración. El tema serviría de espejo de bolsillo para la nueva película de Jim Jarmusch, que bien podría haberse llamado Un poeta conduce’. En el film, Adam Driver encarna a un poeta que guarda su escritura para él mismo, anotando a lápiz en un cuaderno, y que, tras pasar por el ejército, trabaja conduciendo un autobús. Su nombre es Paterson, igual que el de la pequeña ciudad en la que vive y por la que circula todos los días. Es la primera y más evidente de las muchas coincidencias, rimas y parejas que Jarmusch planta en una obra que transcurre a lo largo de una semana, y en la que las situaciones que vive el protagonista son siempre las mismas –despertarse junto a la persona amada, ir a trabajar, escuchar furtivamente la conversación de los pasajeros del bus, inspirarse frente a una cascada, pasear al perro, tomar una cerveza en el bar…–, pero los detalles que las conforman varían en cada jornada.

Paterson (el personaje, pero también la película) se fija en la asombrosa cantidad de hermanos gemelos que encuentra a lo largo del día; hace de objetos tan humildes como una caja de cerillas la materia prima de su poesía (en realidad, los textos pertenecen a Ron Padgett), y gusta de conocer historias de personajes famosos que han nacido o pisado su ciudad, poniéndola en contacto brevemente con esa Historia en mayúscula que parece discurrir completamente al margen de la población: Lou Costello, el anarquista Gaetano Bresci, el boxeador Rubin “Huracán” Carter o, particularmente, William Carlos Williams, el autor preferido de Paterson, que escribió un poema épico en cinco volúmenes titulado… Paterson. A diferencia del asesino a sueldo de Los límites del control, Paterson no busca en los estímulos artísticos algo que guíe sus acciones, sino que ve en la poesía un gesto eminentemente comunicativo; el elemento que, de manera discreta, cohesiona la realidad, sin gestos inflamados ni ultrarrománticos (de hecho, el único personaje al que el film mira con cierta reprobación es el amante despechado que quiere convertir su situación en tragedia).

Como de costumbre, Jarmusch pone al espectador en contacto con aquello que ama. Si en anteriores ocasiones han sido grupos de música o cuadros, esta vez se cita a poetas, cuyas palabras van calando en nuestros oídos poco a poco (¿cuántos libros de Padgett y Williams se regalarán después del estreno de la película?). Y, como sucedía en Solo los amantes sobreviven, donde la perspectiva temporal de un vampiro centenario igualaba la música clásica con el drone rock, el cineasta halla poesía tanto en los versos que Paterson construye con esmero (el acto creativo no se muestra aquí como fruto de una inspiración divina, sino de la paciencia y el mimo a la hora de unir una palabra con otra), como en las rimas de un rapero (breve cameo de Method Man, cuyo flow reclama que le llamen ‘Paul Laurence Dunbar’; ¿otra coincidencia poético nominal, como la del William Blake de Dead Man?), o en las primeras tentativas de una niña que descubre que lo poético puede empezar simplemente separando una palabra para darle nuevo nombre a la lluvia: waterfalls (‘cascadas’) water falls (‘el agua cae’). Todo es válido, mientras las palabras sirvan para formar un espacio común entre dos personas.

Con todas sus bondades, el primer visionado de Paterson no me lleva a colocarla, al menos por el momento, en la zona alta de la filmografía jarmuschiana. Eso se debe, fundamentalmente, a dos aspectos problemáticos: por un lado, el director plantea la relación del protagonista con su pareja, interpretada por Golshifteh Farahani, como un oasis de amor plácido y sin fisuras. El problema es que la permanente beatitud doméstica de ella, que solo abandona el hogar para ir a vender cupcakes, la rebaja a una caricatura de lo encantador; una figura idealizada en un film que, por lo demás, sabe mostrarse acogedor sin resultar empalagoso. El otro elemento forzoso son los fundidos que acompañan el proceso de escritura de Paterson, superponiendo cascadas, rostros o cerillas mientras el personaje tantea los versos en el paladar. Curiosamente, el director de fotografía Frederick Elmes ha rodado planos con fines similares en sus colaboraciones con David Lynch (particularmente, en Corazón salvaje); pero lo que en este resulta una opción lógica, en Jarmusch da lugar a algunos de los fragmentos más vulgares de su trayectoria. Quizá se deba a que las imágenes de Lynch tienen una vaporosa inestabilidad, donde todo es susceptible de cortocircuitarse o desaparecer, mientras que las del autor de Noche en la tierra poseen una cualidad más sólida: apetece apoyarse en ellas, como quien desea pasar horas sentado en una buena silla.

En cualquier caso, un año con película de Jarmusch (o, en este caso, películas: resta por estrenarse Gimme Danger, su documental sobre Iggy Pop) siempre será mejor que uno sin ella. Al fin y al cabo, cuando alguien es capaz de convertir la destrucción de unas cuantas hojas de papel en un Acontecimiento, es que ha logrado algo. Y Paterson es una definición tan clara de su estilo que incluso la forma en que Adam Driver encarna al protagonista, con una mezcla de estoicismo y enorme empatía por todo lo que le rodea, parece estar basada en él.