Pasan los años y la obra de Abel Ferrara sigue aferrada a la visceralidad y a la potencia sin aparente control, agitada por un copioso torrente de miedos, frustraciones, anhelos… Las bestias creativas se expresan así. En el nuevo film de Ferrara, titulado Siberia, el animal (fusión del cineasta y su protagonista) no se sabe si lucha contra otros, o contra su propia sombra. Primero lo hace en parajes esteparios, después en el desierto, también en el Nueva York natal del director, y luego en los bosques… Siberia deviene el punto de partida de un periplo transnacional, una odisea épica pero al mismo tiempo introspectiva. El viaje, por supuesto, es interior, como ya ocurría en la anterior película de Ferrara, Tommaso, donde Willem Dafoe interpretaba, como aquí, a una alter ego del cineasta y dónde, por cierto, se llegaban a ver en pantalla varios story boards de un film en preparación titulado Siberia.

Cabe apuntar que, en el nuevo trabajo del director de Teniente corrupto, Dafoe no se limita a encarnar a una figura de contornos claros, un personaje con una psicología sólida, invariable, sino que debe dar vida a una horda de demonios y fantasmas interiores y exteriores. Ferrara batalla contra Ferrara, y contra el mundo, en una película que adopta como guía espiritual la personalidad del cineasta y como índice físico el cuerpo de su actor fetiche –en Pasolini de Ferrara, Dafoe, en la piel del maestro del cine italiano, ya asumió el papel de brújula corpórea de una película que jugaba a la fragmentación y a la hibridación de diferentes tonos, escenarios, tempos y registros–. Así, en Siberia, lo que podría haber sido un ritual sanador adquiere las formas de una terapia de choque blasfema, un autoexorcismo impúdico y volcánico. Ferrara bombardea al espectador con una retahíla de signos conectados a su universo personal y fílmico: el alcoholismo, el trauma generado por matrimonios tóxicos, la difícil relación con su actual pareja (la moldava Cristina Chiriac), madre de la hija pequeña del cineasta, Anna, que también aparece en Siberia encarnando a la hija del protagonista. Abrazando el caos, el director de The Addiction –gran admirador del imaginario autoficcional de Federico Fellini– renuncia a poner orden en la tempestad. Como buen cineasta cristiano, Ferrara confía en la destrucción, en el vía crucis, como vía última para la salvación.

En Siberia, Dafoe, inagotable, sigue caminando, dejando atrás la desolación de una serie de hogares que no pudieron ser: el apartamento de su exmujer, el lugar en el que se encuentra con su padre (interpretado por el propio Dafoe), o una choza perdida en medio de la nada y convertida en bar de mala muerte para otras almas perdidas. Dafoe nunca se detiene, buscando el siguiente enclave en el camino, huyendo del anterior. La brusquedad con la que está montada Siberia hace que no veamos venir el próximo salto de escenario o el siguiente desdoblamiento del personaje, como ocurría en aquella dupla de películas indomables, deslocalizadas y autorreflexivas que, a principios del siglo XXI, dieron forma a un nuevo estatuto de la ficción digital: Inland Empire de David Lynch y Road to Nowhere de Monte Hellman –a las que cabría añadir, como corolarios aguerridos, las inolvidables L’intrus de Claire Denis y Essential Killing de Jerzy Skolimowski, obras guiadas por el movimiento de cuerpos en tensión, siempre a la deriva–. Como parte de este linaje de cine insurrecto, Siberia desconcierta, irrita. Así se espantan los males. Así se conquista la grandeza fílmica.