«…esta percepción fue tan penetrante, que nada en la escena, comparada con ella, ni su vestimenta, ni su edad, ni su presumible carácter y clase social tenían vida, nada tenía vida sino los profundos estragos que mostraba en su rostro».

La bestia en la jungla, de Henry James

En el prólogo de Coma (2022), el anterior film de Bertrand Bonello, el cineasta expresaba su sensación de fracaso, en referencia a Nocturama (2016), al haber tratado de hacer una película “tan breve y clara como un gesto”, pero que finalmente había devenido “larga y compleja. Coma parecía confirmar la imposibilidad, por parte de Bonello, de articular un discurso sobre el confinamiento y el presente pospandémico que pudiese resultar breve y claro, dado que la propia esencia de nuestra época parece estar constituida por la múltiple yuxtaposición de imágenes de diversa procedencia. Imágenes que conforman relatos fragmentados y esquivos; laberintos en los cuales la percepción temporal queda en suspensión o, cuanto menos, gravemente distorsionada. En este sentido, cabe señalar que la dislocación de la linealidad temporal ha estado presente en gran parte de la filmografía de Bonello. Hace más de una década, el cineasta francés convirtió el burdel parisino de Casa de tolerancia (2011), ubicado en los inicios del siglo XX, en una pequeña cápsula fuera de su tiempo, afectada por desencajes temporales y anacronismos en la banda sonora. Más recientemente, el heterodoxo cineasta hizo confluir pasado y presente a través de la invocación de lo ancestral en Zombi Child (2019).

En su nueva película, la fascinante The Beast (La bestia), Bonello adapta un relato de Henry James, La bestia en la jungla, publicado por primera vez en 1903. La breve novela es un prodigioso ejercicio de estilo que narra la relación que se establece, a lo largo de los años, entre sus dos protagonistas (John Marcher y May Bartram), tras la revelación de John, a modo de confidencia y funesto presagio, de su absoluto convencimiento de que un acontecimiento excepcional se cernirá sobre su existencia en algún momento. La espera de este suceso que todo lo cambiará –la metafórica bestia a la que hace referencia el título de la obra– unirá el destino de los dos personajes para siempre. El cuento transcurre a lo largo de una serie de encuentros y conversaciones que, de la mano del inteligente uso de los marcadores temporales por parte de James, configuran una narración atemporal, en la cual el concepto de la espera se convierte en un motivo central. Además, este portentoso engranaje formal, que se completa con un minucioso retrato psicológico de los personajes, aparece atravesado, de forma subterránea, aunque de manera más explícita en el tramo final del relato, por varios de los temas predilectos de James, del paralizante temor del ser humano a dar rienda suelta a sus emociones a la alienación impuesta por la rigidez moral de la sociedad victoriana.

The Beast se presenta como un desgarrador melodrama distópico que tiene como pareja protagonista a Léa Seydoux –en su tercera colaboración con Bonello, tras De la guerre (2008) y Saint Laurent (2014)– y George Mackay, en un papel que estaba inicialmente pensado para el fallecido Gaspard Ulliel. El argumento de la película tiene como punto de partida la existencia de un futuro en el cual la inteligencia artificial permite la eliminación de las pasiones y los miedos del ser humano, con el objeto de alcanzar un grado superior de depuración existencial. El film traslada el relato de James a tres épocas distintas –referenciadas por los años 1910, 2014 y 2044– en las cuales los personajes interpretados por Seydoux y Mackay protagonizan una serie de encuentros y desencuentros sentimentales, entre catástrofes naturales y otras de índole personal. Bonello se aparta de la estricta literalidad del texto de James, pero conserva su esencia por dos vías. Por un lado, mediante la estilizada y caleidoscópica envoltura que aporta la puesta en escena y, por otro, al reformular el trasfondo temático del texto original, actualizándolo a la realidad contemporánea. Un presente en el cual los riesgos de la enajenación existencial ya no provienen de una doctrina social moralizante sino de la saturación de imágenes procedentes de la esfera digital y de los posibles abusos de la inteligencia artificial.

Sin alzar la voz –acorde al modo sutil en que articulaba su discurso la novela de James–, The Beast plantea una vibrante reivindicación de las esencias del propio arte cinematográfico a través de un recorrido formal que transita del clasicismo a las vanguardias, pasando por diferentes géneros, estilos y movimientos fílmicos. No es casual, por tanto, que el film tenga un breve prólogo metacinematográfico, en mise en abyme, en el cual la voz en off de Bonello da una serie de indicaciones escénicas a Seydoux, que aparece sobre un fondo verde, asociable a un croma, en lo que se intuye como un ensayo para la propia película. Este preámbulo –que parece aludir al episodio del croma de Holy Motors (2012) y al “So may we start?” de Annette (2021), ambas de Leos Carax– no solo confirma el componente meta de la cinta, sino que abre una meditación sobre la creciente virtualización del cine, en cuanto que la voz en off de Bonello se empeña en describir, con todo detalle, un escenario que, supuestamente, será añadido sobre el croma en la postproducción digital. La secuencia, además, actúa a modo de premonición, ya que anticipa un instante relevante de la trama; un “presagio” que sincroniza al film con el espíritu de la novela al instaurar la espera por un suceso que deberá acontecer.

Aunque el elemento cinematográfico no sea mencionado de forma explícita durante el resto de la cinta, su presencia resuena de manera clara tanto en elementos de la trama como en el desarrollo estético del film. En el tercio inicial, que sucede en el París de principios del siglo XX, cuna del cinematógrafo, tiene especial relevancia la fabricación artesanal de unas muñecas en la fábrica que es propiedad del esposo de Gabrielle (el personaje de Seydoux). Muñecas que, como subrayan los diálogos, están elaboradas con celuloide –la materia prima del cine del siglo XX– y en cuyo proceso de montaje se detiene el argumento en varias ocasiones. Tampoco es casual que esta parte de la obra tenga un revestimiento de melodrama clásico, o que se inaugure con un larguísimo plano secuencia que acompaña a Gabrielle, durante varios minutos, a lo largo de los pasillos y salones de la mansión en la que se reencuentra con Louis (George Mackay) –el primero de varios guiños a La edad de la inocencia (1993) de Martin Scorsese–. Otro aspecto relevante del tramo que transcurre en 1910 es el sintomático contrapunto que surge entre las nociones de clasicismo y modernidad a raíz de los diálogos sobre la música del vienés Arnold Schönberg y sus innovadoras composiciones, como Tres piezas para piano, Op. 11, en claro contraste con la plácida emotividad melódica de las obras de Puccini, como Madame Buttefly. Las referencias explícitas a Schönberg, figura puente entre la tradición y la innovación musical e impulsor definitivo de la música atonal, parecen anticipar los cambios de forma y tono que emprenderá The Beast a lo largo de su metraje.

Si en un principio el montaje alterna melódicamente el retrato de época (1910) con la ciencia ficción (2044), la irrupción de la trama ubicada en 2014 sumerge el relato en una espiral onírica y cacofónica de realidades desdobladas o vidas paralelas. Se reincide con ligeras variaciones en las mismas líneas de diálogo, y los mismos sucesos se pasan por el filtro de diferentes épocas y géneros fílmicos. Si la novela de James apostaba por la suspensión temporal, en The Beast Bonello crea una narrativa centrípeta que amarra las múltiples variaciones de la trama en torno a los sentimientos de Gabrielle por Louis, que afloran una y otra vez en las diferentes vidas de los personajes. En este punto, después de deslizarse por los coreográficos planos secuencia de Max Ophüls, los arremolinados travellings de Alfred Hitchcock y la poetización de la tragedia según Charles Laughton, The Beast se adentra en las tinieblas posmodernas de David Lynch. El eco temático y estructural de obras como Mullholland Drive (2001) o Twin Peaks: The Return (2017) resulta incuestionable, a lo que cabe sumar la selección musical de baladas románticas de las décadas de 1950 y 1960, ya sea como elemento de engranaje entre secuencias disociadas temporalmente (You belong to me en la versión de Patsy Cline) o como comentario acerca de la persistencia del amor (Evergreen de Roy Orbison).

En el segmento de 2014 –que traslada la acción a Los Ángeles en velada referencia a Hollywood–, la reflexión sobre la alienación se vehicula a través del virtualizado contacto de Gabrielle con todo tipo de dispositivos tecnológicos (cámaras de seguridad, portátiles, televisores) que conducen al film hacia un autoconsciente collage audiovisual. En cuanto a la escenificación del futuro, Bonello prolonga su infatigable tour de forcé estético al emplear el vetusto formato 4:3 para resaltar el rostro y los ojos de Gabrielle, el único vestigio de humanidad que pervive en un futuro sin afectos. Entre los espacios asépticos, la arquitectura rectilínea y las relaciones profilácticas, los emocionados ojos de Gabrielle, que nos miran desde el póster de la película, operan como el principal leitmotiv visual del film. Sobre ellos vuelven una y otra vez las imágenes, cual asidero moral al que aferrarse por su emotivo poder revelador y como símbolo de resistencia identitaria. El tratamiento de la mirada de Seydoux alterna aspectos visuales –la recurrencia de primeros planos sobre el rostro de la actriz– y sonoros. En sus visitas a una retrodisco en la que se pinchan hitsde diferentes décadas del siglo XX, Gabrielle escucha las odas a la mirada de Sarà cosi de Gino Paoli (“Che i tuoi occhi rimangano Chiari / Come quando ti ho vista quel giorno”) y de Fade to Grey de Visage (“Two eyes staring cold and silent”). Además, en la parte de 1910, se apunta que los ojos azules de Gabrielle sirvieron de modelo para las muñecas de celuloide. Por nuestra parte, haciendo caso a Godard (“toda película es un documental de su propia creación”), proponemos ver The Beast como un documental sobre rostro de Seydoux.

Quizá, el hecho de filmar un rostro emocionado en primer plano sobre un fondo apenas esbozado –una imagen que Dreyer sublimó en La pasión de Juana de Arco (1928)– sea ese gesto “breve y claro” que Bonello sopesaba, y ahora propone, como un esperanzador acto de confianza en el presente y el futuro del cine.