Si bien existen películas destinadas a convertirse en clásicos modernos, también hay cineastas que parecen trabajar, con titánico esfuerzo y dedicación, en busca de una suerte de culto instantáneo. La hawaiana Anna Biller –conocida por Viva y, ahora, por The Love Witch– se encontraría entre este segundo grupo. Con dos largometrajes, tres cortos y un mediometraje a sus espaldas, la estadounidense es una de las pocas mujeres consagradas en el marco del cine independiente norteamericano. Cuando, en 1994, debutó con su joya de breve metraje Three Examples of Myself as Queen, Biller dejó claro qué tipo de huella perpetuaría en el mundo del séptimo arte: imposible no reconocer su rúbrica cuando uno se halla ante alguna de sus piezas de orfebrería. Su escueta filmografía se compone de prodigiosos homenajes a los géneros cinematográficos que gozaron de mayor popularidad entre los años sesenta y los ochenta. Ningún género escapa al radar nostálgico de Biller, que abarca desde el cine mainstream a la serie B: sus remakes inimitables revisan los musicales de Hollywood, los melodramas edulcorados protagonizados por amas de casa, las sitcom y, en especial, las múltiples variedades del terror sexploitation.

A este cóctel conceptual debe añadirse otro rasgo autoral que Biller utiliza como el arma irresistible (y definitiva) para enamorar al espectador: el memorable despliegue visual de sus films. Aunque la fotografía en 35mm (de paleta Tecnicolor) corre a cargo de M. David Mullen, la multidisciplinar Biller es la responsable de todo el diseño de arte vintage de The Love Witch, desde los fidedignos decorados pastiche de la época (un rosáceo salón de te victoriano, con arpa incluida) hasta el inmaculado vestuario y maquillaje. Además, la cineasta también ha compuesto la banda sonora instrumental que no disimula su fuente de inspiración: las melodías de Ennio Morricone. En otras palabras, en su tentativa por conseguir una estética retro, The Love Witch obtiene una indiscutible matrícula de honor.

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Como cualquier película de terror de finales de los sesenta o principios de los setenta, The Love Witch arranca con una introducción de lo más siniestra, que recuerda a Satán, mon amour (Paul Wendkos), La estación de la Bruja (George A. Romero), Simon, Rey de los Brujos (Bruce Kessler) o, incluso, ciertos giallos de Sergio Martino. En el prólogo aparece una mujer atractiva que cruza, sola, la costa nordeste de Estados Unidos en un descapotable rojo. La voz en off de esa femme fatale de larga cabellera negra nos informa que se dispone a rehacer su vida en una ciudad en que nadie la conoce. Así, mientras la joven se dirige a San Francisco, el público descubre, en cuestión de segundos y mediante flashbacks ambiguos, los dos únicos secretos de Elaine (Samantha Robinson): un ex marido muerto y sus prácticas de magia negra. Pero, aunque esa atmósfera tétrica nos haga pensar lo contrario, Elaine no es una bruja maléfica. Como la inocente protagonista de la mítica serie de televisión Embrujada, Elaine sólo usa sus poderes para hacer el bien. En este caso, para cumplir su sueño: encontrar a su Príncipe Azul y convertirse en una ama de casa perfecta.

Otro mérito de Biller digno de mención es su capacidad de resolver una anécdota con un planteamiento abiertamente sexista –acorde con la mentalidad femenina de la década homenajeada– barajando una mirada feminista contemporánea. La cineasta descontextualiza un lugar común, y, trayéndolo al presente, le otorga un justo desenlace (feminista) vetado en el cine de ese periodo. Así, igual que en la superlativa ópera prima de Biller, Viva –sobre una ama de casa frígida que deja de ser una esposa ejemplar cuando descubre su sexualidad fuera del matrimonio–, la protagonista de The Love Witch no alcanza su meta (sexista) porque durante el proceso se transforma inconscientemente en una super-mujer, una temible vampiresa que usa y destruye a todos los hombres que se cruzan en su camino. Y decimos ‘inconscientemente’ porque, como señala Biller desde el inicio de su ficción, el cambio se produce de forma involuntaria, puesto que el uso de sus poderes siempre tuvieron una intención benigna.

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Elaine emplea la misma táctica para capturar a las que serán sus tres víctimas masculinas. En la primera cita, la bella hechicera se comporta, a la vez, como la amante más apasionada y como la mejor de las esposa que los varones puedan imaginar. Este comportamiento –para los hombres, demasiado contradictorio–, junto con una pócima alucinógena que les obliga a beber, les causa un cortocircuito cerebral. Curiosamente, dicho enamoramiento instantáneo tiene un efecto secundario que la maga detesta, y que a posteriori causa el desinterés por sus víctimas. Se trata de la perdida total de la masculinidad de las presas, en pos de una progresiva feminización, que Biller representa con el rasgo común de los personajes femeninos del cine de género de la época homenajeada: la histeria.

De este modo, la ficción termina con una caracterización invertida de los personajes: hombres que se comportan como el cine de esa época representó a las mujeres, y mujeres cuya inaudita profundidad psicológica nos hace entender su liberación del yugo del matrimonio. El cine de Biller se reduce a una cuestión de géneros (en el doble sentido de la palabra). Por un lado, la manipulación y reinterpretación de los cinematográficos y, por el otro, la inversión de la conducta de hombres y mujeres; es decir una rotación entre aquello que en los años sesenta o setenta era considerado “masculino” y “femenino”. Biller esculpe su singular retrato alterado de esa época y del cine producido en los viejos tiempos, sin mancillar ni ridiculizar las películas, los autores y las corrientes en los que se apoya.