En Tres anuncios en las afueras, el director anglo-irlandés Martin McDonagh deja a un lado las piruetas metanarrativas de Siete psicópatas para recuperar la oscuridad existencialista y el fatalismo nihilista de Escondidos en Brujas. La diferencia es que este réquiem fílmico, dedicado a la fuerza (auto)destructiva del deseo de venganza, vampiriza la iconografía de la América profunda y criminal que va de Dashiell Hammet a Bonnie y Clyde, de Los supermaderos (referente citado en entrevistas por Woody Harrelson, el sheriff de la película) y los hermanos Coen. Un imaginario poblado por policías racistas, adolescentes desencantados, bares de mala muerte, matrimonios abocados al rencor y otras miserias de la América white trash. Un escenario en el que destaca el hondo naturalismo actoral de la siempre brillante Frances McDormand, que encarna a una madre destruida por el brutal asesinato de su hija.

Tan tarantiniano como de costumbre, McDonaugh abusa de la pirotecnia dialogada y convierte a todos los personajes en monologuistas ácidos y listillos. Luego, en una set piece espectacularmente coreografiada, los problemas para controlar la ira de un policía con pocas luces encarnado por Sam Rockwell dan pie a un festín de violencia musicalizada. Sin embargo, cuando todo parece listo para un descenso sin fin hacia los infiernos del odio, la lectura de unas emotivas cartas escritas por el Sheriff (Harrelson, en la cumbre de su registro más noble y crepuscular) generan en la película un impulso redentor que enriquece notablemente el relato. No es que McDonaugh abandone el territorio del artificio distanciado para abrazar empáticamente a sus criaturas, pero la estupidez que marcaba muchas de las primeras decisiones de los personajes va dando paso a un progresivo reconocimiento de su humanidad, encarnada en el surgimiento de la compasión, el perdón e incluso la ternura.