En tiempos de un cine que, en demasiadas ocasiones, da la espalda al misterio para aposentarse bajo un manto de certezas, sean estas industriales o autorales, vale la pena seguir persiguiendo y reivindicando a esa estirpe de realizadores que optan abiertamente por la senda de la incertidumbre, directores que van en busca de lo que podríamos llamar “El camino del espíritu”, como apunta el título que abre la segunda mitad de Tropical Malady. He aquí un ejemplar único de creador de OFNIs (objetos fílmicos no identificados), Apichatpong Weerasethakul, fabricante de experiencias en las que el desafío analítico –la lectura intelectual del cine del tailandés es rica y densa– se hermana y confunde maravillosamente con la experiencia sensorial. Las películas de Apichatpong son espacios por los que deambular plácidamente, gozando de una libertad extrema, disfrutando del privilegio que significa poder orientar la mirada sin ligaduras asfixiantes.
Tropical Malady es el tercer largometraje de Apichatpong, y a la vista del todavía incipiente cuerpo fílmico construido por el director tailandés, puede ya diagnosticarse la existencia plena de un autor cuya relevancia se intuye de gran calibre. En este sentido, es claramente identificable un principio de repetición-con-variaciones en su mecánica creativa. La repetición más evidente la hayamos en la apariencia escindida de sus dos últimos largometrajes, Blissfully Yours y Tropical Malady: dos narraciones partidas en dos, cuyas mitades se miran frontalmente, como figuras especulares que sólo toman pleno sentido gracias a le existencia de la otra. Y sin embargo, esta grieta central que desfigura estridentemente la fisonomía de estas películas no hace más que encubrir una estructura global aún más atomizada. La falla central es sólo la guía que nos indica que nos hallamos ante una película que funciona como un ente fragmentario de caprichosas reglas. Así, la apreciación de grietas en la gramática formal de estos films es el principal indicio de un espíritu libre, adepto a la experimentación.
El cine de Apicharpong te succiona al interior de un universo en el que las reglas se difuminan en el mismo momento en que se definen. El instante en el que sus películas parecen escoger una senda descifrable, estas desvían su rumbo hacia un nuevo territorio. Paralelamente, se va generando un magma de narraciones fugaces en el que es posible ir construyendo misteriosas asociaciones, cuyo origen resulta de la simbiosis del universo creativo del director y de nuestra sobreexcitada imaginación. Habitar las películas de Apichatpong es como mirar el parabrisas de un coche en movimiento en un día lluvioso. La mano del director actúa como limpiaparabrisas, lavando nuestra mirada una y otra vez, permitiéndonos avanzar hacia un estado de iluminación intelectual y sensorial en el que hallar un significado nuevo, presente, para misterios ancestrales.
Primera parte. Tropical Malady, como Blissfully Yours, nos propone una travesía desde un entorno urbano hasta un espacio selvático donde no hay rastro alguno de lo social. La primera parte de la película nos presenta a la pareja protagonista, Keng (un joven soldado) y Tong (un chico residente en una población rural). Entre ambos, nacerá el amor y se desencadenará un torbellino de señales que conformarán un bello y sereno ritual de cortejo. En esta primera mitad, el cine de Apichatpong muestra su perfil más denso, recargado de signos, persiguiendo la composición de un mapa de los comportamientos sociales. En paralelo, todo en este segmento queda abierto a una interpretación simbólica: el trabajo de Tong manipulando grandes cubos de hielo nos remite al control por parte del hombre de los elementos; el traje de soldado que utiliza Tong para buscar trabajo nos habla del poder de las apariencias; sus paseos solitarios por la abarrotados centros comerciales de la ciudad invocan la alienación del ser humano contemporáneo. Por otra parte, también se fijan las coordenadas de los rituales cotidianos sobre los que se construirá la narración central. La mirada del tailandés se detiene en las acciones más rutinarias: comidas familiares, tareas domésticas o tiempos libres de ocio.
Sobre este paisaje sereno, reposando sobre una puesta en escena de carácter naturalista, Apichatpong empezará a mostrarnos indicios de su voluntad rupturista, planteando una serie de violaciones de las convenciones cinematográficas clásicas. Así, casi en el arranque de la película, en el plano que sirve para presentar los títulos de crédito, vemos a Keng sentado en el porche de la casa de la familia de Tong mirando repetidamente a cámara, esbozando una sonrisa que puede leerse tanto como una celebración de un estado de bienestar casi sublime, como una mirada irónica dirigida al espectador. El juego de la sonrisa forzada hacia la cámara (un estilema ya utilizado por el director en Blissfully Yours) o entre los personajes se repetirá varias veces durante esta primera parte, imprimiendo un carácter misterioso al relato.
En cuanto a la relación de cortejo que entablan Keng y Tong, Apichatpong pone especial énfasis en la ternura y dulzura que rigen las acciones de ambos. Keng adopta el rol del hombre maduro que quedará prendado de la inocencia de Tong. Así, lo que para Keng es un deseo profundo, para Tong significará un juego de iniciación romántica. Tanto los roles claramente definidos de ambos personajes, como la sobrecarga de sensualidad en la relación resultará esencial para contrastarla con el giro hacia lo salvaje y primitivo que supone la fractura del relato. Esta primera parte está cargada de sofisticación, paisajes urbanos (salas de videojuegos, karaokes, salas de cine) y un romanticismo acentuado por la exhuberancia de los paisajes naturales, así como por la belleza de los diálogos. Sólo en el prodigioso estado de suspensión entre naturalismo y extrañamiento que propone Tropical Malady es posible que la frase que dirige Keng a Tong no suene impostada: “Cuando te di la cinta de The Clash, se me olvidó darte mi corazón. Te lo doy hoy… Aquí está. Puedes sentirlo?”.
Ruptura. Es quizás en esta fase de la película en la que Apichatpong se adentra en terrenos que no había escrutado en sus anteriores películas. Tras la misteriosa evaporación de Tong tras un manto de oscuridad, que precede a la definitiva volatilización de su personaje –herencia de desapariciones fílmicas que van desde los eclipses de Antonioni hasta el desvanecimiento que abre Shara de Naomi Kawase, pasando por las fugas psicogénicas de Lynch–, saltamos súbitamente a una secuencia teñida de estética pop: canción pegadiza, imágenes de Keng en moto disfrutando de un estado de alegría que sospechamos efímero, imágenes en serie de las luces de la carretera, capturas fugaces de la vida urbana… claramente conectable con las calles del Tokio de Lost in Translation (Sofía Coppola), el túnel que abre Millenium Mambo (Hou Hsiao-hsien) o los trayectos motorizados de Wong Kar-wai.
Segunda parte. Es este segmento de Tropical Malady el más accesible y disfrutable, en términos sensitivos, de la filmografía de Apichatpong. Bajo la forma de una fábula chamánica (“El camino del espíritu”), rompiendo con las reglas que regían la primera parte, el director nos sumerge en un sueño selvático, nocturno, alucinado. Entonces, se materializa la propensión a la experimentación más radical de su director. La película entra en un estado de fragilidad extrema, en la que cada giro argumental abre el texto hacia nuevos terrenos formales, hacia nuevas fugas narrativas, hacia la descomposición del mundo real en favor de una escritura abstracta en la que se hermanan plácidamente vanguardia, fantasía y cultura popular. Nos reencontramos con el soldado Keng, que se ve destinado a perseguir el espíritu de un chamán que ha poseído el cuerpo de Tong, convirtiéndolo en un monstruo salvaje que deambula por la selva en busca de presas con las que alimentarse y espíritus que devorar. En la notas de prensa de Tropical Malady distribuidas en el Festival de Cannes, Apichatpong explica: “Me siento fascinado por la simplicidad de los cuentos folclóricos y las leyendas. Muchas leyendas son tan simples que funcionan como conceptos. Así que he construido Tropical Malady como un cuento: descubrimientos, mínimos momentos dramáticos reservados para el final. Este acercamiento me produce un sentimiento de nostalgia”.
Deducimos que para Apichatpong el cuento folclórico es utilizado como matriz sobre la que reposa su libertad expresiva y poder rupturista. Es sobre ese lienzo de pautas simples sobre el que el director hace explosionar su escritura formal instintiva, en la que caben recursos tan heterogéneos como los dibujos insertados en la imagen que funcionan como elementos alegóricos (algo con lo que ya experimentaba en Blissfully Yours), manipulación digital de la imagen para introducir elementos mágicos en la historia (la figura del monstruo y otros espíritus) o el trabajo sobre la banda de sonido para reproducir el falso silencio de la selva.
En cuanto a la reescritura en clave mística, salvaje y primitiva de la relación entre Keng y Tong, no hace más que poner de manifiesto el carácter domesticado del romance de la primera mitad. Ahora, Keng adopta el rol del cazador, el perseguidor, y Tong el de presa, aunque a medida que avanza el relato, veremos como los papeles se van cambiando, las fronteras difuminando, hasta convertirse en un duelo donde la única salida es devorar al rival-amado, forma sublime del deseo amoroso. En el viaje a las profundidades de la selva, Keng entra en un proceso de pérdida de referentes de lo social, descubriendo un no-espacio en el que se borran las coordenadas físicas y temporales, donde lo irracional se manifiesta en lo real (los animales y los espíritus pueden comunicarse con los seres humanos mediante el habla o la telepatía). El duelo final entre Keng y el espíritu con cuerpo de tigre puede considerarse la cumbre expresiva de la poética del director tailandés: elegía por el final de la inocencia, festejo por la comunión de los espíritus, celebración del amor como expresión de la auténtica forma del alma, ni humana ni animal, sino mágica, eterna como el cuento, la leyenda, la fábula popular.
En un encuentro reciente con Abbas Kiarostami en el Festival de Cannes, el maestro nos instruía acerca de la distancia que construimos entre la experiencia intelectual y la sensorial como espectadores de cine. Una distancia ficticia, procedente de nuestro sentimiento de culpa, aquello que “separa el demonio de los ángeles”. En el cine de Apichatpong se imbrican ficción y realidad, lógica y sinrazón, orden y caos, vanguardia y cultura popular, lo viejo y lo nuevo, audiovisual y artes plásticas… dialécticas mediante las cuales entablar un misterioso puente entre el cine y la sabiduría.