Cuando Lucio, un aspirante a profesor de literatura de la Universidad de Buenos Aires, inicia su andadura como docente sustituto en una escuela secundaria del extrarradio bonaerense, lo primero que pregunta a sus alumnos es: “¿Para qué sirve la poesía?”. La primera respuesta, que toma forma tras la lectura de pasajes de Juan Gelman y Jorge Luis Borges, resulta provocadora: la poesía no sirve para nada. Bella paradoja, pues a través de la poesía se explica el mundo, se habla de los sentimientos y se encadenan ideas de forma simbólica. Así, en El suplente, tomando como sustrato la meditación acerca del poder de la literatura, el argentino Diego Lerman construye un relato de corte social eludiendo lo pedagógico y, al mismo tiempo, recurriendo sin ambages a los recursos de la feel good movie.

Tras estrenar en 2017 la irregular Una especie de familia (2017) –un inocuo híbrido de drama y thriller sobre la maternidad subrogada–, Lerman presenta ahora una película más humilde en sus pretensiones, pero capaz de ahondar con veracidad y sutileza en el microcosmos que habita el protagonista, Lucio (Juan Minujín), un escritor frustrado con una sola novela, un opositor a un puesto universitario que nunca consiguió. Lucio acaba de separarse y es padre una hija adolescente. Además, tiene que hacer frente a la alargada sombra de su padre (magnífico como siempre Alfredo Castro), un profesor jubilado de la escuela donde acaba de llegar y también un defensor de los derechos de la comunidad y, en especial, de los jóvenes del barrio. Minujín –presente en Zama (2017) de Lucrecia Martel– borda a su confundido personaje con una contención cargada de humanidad, como si fuera un personaje extraído de un thriller de Asghar Farhadi inspirado por Dostoievski. Cuando Lucio debe lidiar con la enfermedad terminal de su padre y con una clase repleta de jóvenes conflictivos, se ve obligado a salir de su letargo perpetuo. Y eso es precisamente lo que el director de Mientras tanto (2006) retrata con emoción.

Aunque en algunos momentos resuenen ecos de La clase (2008) de Laurent Cantet, Lerman despeja su camino de cualquier elemento que conduzca hacia el tono documental. La suya es una apuesta por la ficción de corte social, aunque el fuerte de la película termina siendo su inmersión en el psicodrama, que aflora cuando El suplente estudia la transformación del protagonista, que le lleva a encontrar, de forma inesperada, un lugar en el mundo. Una senda narrativa que, pese al empleo de elementos obvios y sobradamente conocidos, llega a buen puerto gracias al buen pulso que demuestra el cineasta. En cuanto al trabajo de puesta en escena, Lerman recurre en exceso a los encuadres sobre espejos y a las escenas obturadas por la presencia de un cristal (la metáfora de la alienación del protagonista se capta enseguida), pero la película sale airosa de sus limitaciones gracias a la determinación con la que la historia busca su destino. Finalmente, resulta que la poesía, y el hecho de tratar de explicarla a sus alumnos, ha servido al protagonista para lograr conocerse a sí mismo. Lo que ya es bastante.