En su nueva película, Mia Hansen-Løve se sumerge en el imaginario del más célebre de los cineastas suecos; sin embargo, la directora de El porvenir toma la (sabia) precaución de no dejarse abducir por la devoción hacia el director de Fresas salvajes. Los protagonistas del film son una pareja de cineastas que viajan hasta la isla de Farö, en el norte de Suecia, con la intención de hallar la inspiración necesaria para escribir sus próximos guiones. La isla en cuestión, que el autor de Persona convirtió en su hogar y su tumba, se ha convertido en lugar de peregrinaje para los incondicionales de Bergman, y Hansen-Løve no tiene inconveniente en sumarse al tributo filmando, en los primeros compases de la película, dos planos eminentemente bergmanianos. En el primero, una violenta panorámica nos lleva desde un plano medio del hombre, Tony (Tim Roth), hasta un encuadre de la mujer, Chris (Vicky Krieps), en la lejanía; en el segundo, vemos a Chris, en plano general, caminando a trompicones sobre unas rocas humedecidas por el oleaje marino, una escena que remite  a Un verano con Mónica. Sin embargo, a través de los comentarios del personaje de Chris, que encuentra cargante la oscuridad, gravedad y pesimismo del cineasta sueco, La isla de Bergman consigue marcar distancia respecto a la veneración cegadora.

Planteada como un estival drama matrimonial –en el que palpita tanto la sombra de Bergman como la herencia de Rohmer o de Te querré siempre de Rossellini–, La isla de Bergman encuentra su fulgor y sus limitaciones en el estudio de la relación entre Chris, la verdadera protagonista, y Tony, su acompañante ensimismado. Las tensiones creativas entre el matrimonio otorgan al film una cierta espesura dramática, pero la relación nunca termina de despegar debido a la arquetípica construcción de los personajes: Tony se presenta como un hombre orgulloso, hermético y determinado; mientras que Chris aparece como una mujer insegura, volátil y dispersa. Pese a la interesante labor de Roth –que ahonda en su característica intensidad desenfadada– y el magnetismo de Krieps –que demuestra que su recital en El hilo invisible de Paul Thomas Anderson no fue un espejismo–, los personajes aparecen maniatados por los clichés. Por otra parte, si nos adentramos en las pantanosas aguas de la especulación acerca de las intenciones personales de la directora, no resulta difícil imaginar La isla de Bergman como el reflejo autoficcional del complejo equilibrio en la relación de Hansen-Løve con su expareja, el director de cine Olivier Assayas.

El de Hansen-Løve ha sido siempre un cine en fuga y esta no es una excepción. La cámara encuentra acomodo siguiendo el nervioso ir y venir del personaje de Chris, y eso mismo ocurre con la película, que no contenta con diseccionar la relación matrimonial se saca de la manga una ruptura en abismo que pone en imágenes un guion que está escribiendo la mujer. En la película dentro de la película, es la actriz australiana Mia Wasikowska la que interpreta a una suerte de alter ego del personaje interpretado por Krieps, que a la vez representaría en el film a Hansen-Løve. Un laberíntico juego metafílmico que canaliza una reflexión acerca de los puentes entre el cine y la vida, comprendida, a la manera de Bergman, como un territorio proclive al desasosiego romántico y existencial. Lo que ocurre es que el juego de espejos entre las diferentes ficciones no hace más que difuminar la melancólica sustancia emocional de la película, que halla su mejor representación en los maravillosos andares tambaleantes de Krieps, cuyos ortopédicos pero elegantes contorneos –viene a la mente la Angie Dickinson de Rio Bravo– generan una corriente de pura fascinación. Así, entre su fuerza conceptual, sus golpes de genio (gestual) y su inocua languidez emocional, La isla de Bergman refleja el brillo y los límites del cine de Hansen-Løve.