Zeros and Ones cumple con las cuotas de vicio y sordidez (y su correspondiente exceso) que cabía esperar de una película de Abel Ferrara. En su clímax, un hombre ingiere altas cantidades de cocaína y es forzado, a punta de AK-47, a dejar preñada a una mujer. Poco antes, ha tenido la suerte de probar, en sus propias venas, la nueva droga más cotizada del mercado: un aceite suizo cuya fórmula ha perfeccionado uno de los mejores chefs del mundo. Pero por encima de cualquier sustancia alucinógena o cualquier placer carnal, existe un elemento capaz de causar mucha más adicción. “Está enganchado a la pantalla”, afirma un personaje para describir al protagonista de esta historia, encarnado por un Ethan Hawke desdoblado en dos hermanos: uno es soldado; el otro es revolucionario. El primero llega a Roma, la ciudad refugio de quien dirige y escribe, para encontrar al segundo. Y poco más se puede asegurar con respecto a la misión que debe llevar a cabo. De hecho, durante buena parte de los apenas 80 minutos de Zeros and Onesel aparato cinematográfico se niega a contestar las preguntas más básicas.

¿Dónde estamos? ¿Con quién? ¿Cuándo? O ya puestos, ¿por qué diablos estamos aquí? La película parece hacer todo lo posible para que las posibles respuestas mueran ahogadas antes siquiera de llegar a la superficie. Cine sucio, enfangado con la confusión de nuestros tiempos. Precisamente, son varias las ocasiones en las que cuesta identificar los sonidos de Zeros and Ones: ¿Se corresponden a una pista de audio quemada? ¿A los avisos de radiación lanzados por un contador Geiger? ¿Al ruido blanco emitido por los aparatos electrónicos que nos rodean? La cámara narcotizada de Ferrara añade más confusión, si cabe, a la ecuación. Sigue erráticamente una conversación a tres encadenando, sin montaje, primerísimos primeros planos de unos rostros que, para más inri, no parecen enterarse de la misa la mitad. Uno de ellos, por cierto, no está físicamente en el escenario: sigue el susodicho galimatías en formato virtual, desde una distancia insalvable. Charlie Brooker lo sabía, y tenía razón: vivimos en una era en la que se confía más en un selfie que en el reflejo que nos pueda devolver el espejo.

El soldado, que a lo mejor es terrorista, o a lo mejor es un liberador, debe someterse al implacable juicio de un termómetro digital a distancia para reunirse con un importante contacto. Pasa el test, pero no puede evitar dejar en el aire otra pregunta que tampoco va a obtener respuesta: “¿Os fiais de esta máquina?” Hay una pandemia que ha puesto patas arriba un mundo que ya llevaba mucho tiempo enfermo. Nadie se fía de nadie; nadie distingue a nadie. Por las malditas mascarillas, claro, pero también por la pobre (o directamente paupérrima calidad) de imagen con la que la tecnología dice ponernos en contacto. Positivos y negativos, unos y ceros, ángeles y demonios retratados por un cine decididamente binario. Ni la excelsa dirección fotográfica de Sean Price Williams consigue desenmarañar una oscuridad para la que la imagen digital no parece estar preparada. Una sospecha que anida en el corazón de la nueva y desquiciada película de Ferrara, autor de uno de los corpus fílmicos más coherentes de nuestro tiempo, que tocó techo con Sportin’ Life, aquel vibrante documental que no se sabía si era consecuencia o causa del apocalipsis coronavírico. El thriller que propone Zeros and Ones (fácilmente emparentable con Piazza Vittorio y Tommaso, no solo por la urbe en la que transcurren) parece concebido en una noche de borrachera y guitarras eléctricas rasgadas, y si acaso corregido durante la siguiente mañana de resaca. Es el mismo caos y furia visceral con los que nos bombardea cualquier pantalla, cada vez que la encendemos.

¿Dónde estamos? ¿Dentro o fuera de la pantalla? Tampoco se sabe. Ferrara invita a empaparse del absurdo de un presente saturado de información engañosa, de imágenes terribles (tanto a nivel estético como ético). Con Ferrara por Roma, ni siquiera el Vaticano (esa atracción turística que está confirmando, como ningún otro sitio, la muerte de todo lo que en un momento fue venerable) está a salvo. Avisos de bomba se ciernen sobre la Santa Sede; un ataque que, como sucedía en Domino de Brian De Palma, debe rematarse con la inmortalización vía documento audiovisual: un vídeo tan feo como el acto perpetrado. A todo esto, no está de más recordar que en la lengua inglesa en la que habla la mayoría de personajes de Zeros and Ones, “disparar” y “filmar” comparten el término “shoot”. Y ahí va Ethan Hawke, persiguiendo al otro Hawke. A ambos les persigue Ferrara, amenazante con su cámara, es el arma más peligrosa de todas. Con ella, el director neoyorquino arremete contra los impulsos fascistas con los que tantos gobiernos han intentado atajar las crisis de esta última temporada. No es negacionismo, es el nihilismo de quien ya no puede más con este mundo cruel. Es el grito de desesperación que, en última instancia, confía en espantar las sombras y que por fin se haga la luz.