Desde su debut con Los cronocrímenes, Nacho Vigalondo no había vuelto a hacer una película tan cerebral, cuya trama tuviésemos que confiar a los laberintos de la inteligencia para hallar su misterio. Lo más cerca que estuvo de ello fue en Open Windows, un artefacto no menos complejo que contenía varias películas dentro, una muñeca rusa de interfaces digitales que dialogaban entre sí y de algún modo redefinían el concepto espacial en la pantalla y en el relato, el grado de representación entre lo físico y lo virtual. Con Colossal, su nueva producción internacional, rodada en inglés y con estrellas norteamericanas –Anne Hathaway, Jason Sudeikis, Tim Blake Nelson, etc.–, el cineasta español demanda más que nunca una suspensión de la credibilidad que probablemente no todo espectador esté dispuesto a conceder. Sin embargo, a la postre, no hay otra forma de adentrarse en las imágenes de Colossal que sobrevolando el absurdo y la extravagancia de una ciencia-ficción surrealista o de un realismo mundano convertido en disparatada fantasía. El humor, la guasa, la distancia irónica, juegan un rol esencial. Aunque, en estos tiempos en los que tipos con mallas, calzones y capas monopolizan la noción del héroe contemporáneo, no parece mucho pedir que abracemos la demencia y el riesgo de Colossal, así como sus inconsistencias dramáticas, que al final del camino hacen gratamente consistente la cinefagia que destila cada minuto de película.

Imaginemos al adorable personaje de La boda de Rachel de Jonathan Demme –una joven alcohólica que regresa a la casa familiar después de que el novio haya roto con ella– arrojada sin quererlo ni esperarlo a una monster movie de criaturas gigantes sembrando el caos en Seúl. Una especie de Godzilla se manifiesta en la ciudad coreana todos los días a la misma hora exacta sin saber aparentemente por qué está ahí ni para qué, y al rato se evapora tal y como ha aparecido. Obviamente, el espectáculo mediático en directo está servido, y desde el otro lado del mundo, en Vancouver, se vive la hecatombe a través de pantallas gigantes y pequeñas, como si el monstruo hubiera realmente secuestrado los intereses de toda la población mundial. ¿Cómo casar los códigos de una película indie sobre las nostalgias y deudas del regreso al hogar (cuando ese hogar está vacío y el futuro no tiene horizontes) con una fantasía apocalíptica sacada de los estudios Töhö y de las referencias populares de la cultura freak, con robot incluido? La genialidad de Vigalondo, su demencia creativa, entra en juego en ese maridaje entre lo épico y lo íntimo, lo sobrenatural y lo prosaico, cuando Gloria (Hathaway) accidentalmente descubre que algo condenadamente absurdo e inexplicable la mantiene inextricablemente conectada al monstruo, a ese cataclismo de proporciones inhumanas. La primera hora de película, la que narra ese improbable proceso de descubrimiento para el personaje y el espectador, concentra uno de los bloques de cinefilia más genuinamente encantadores que ha dado el cine español (o dirigido por un español) en el siglo XXI.

Una cosa es hacer girar todos los platos y otra mantenerlos dando vueltas sin que caigan y se rompan. Y esa segunda parte, hay que decirlo, no es el fuerte de Vigalondo. No lo ha sido en ninguna de sus películas. Cierto que no es la primera vez que Hollywood se desmarca con una hibridación tan improbable –Cloverfield y sus derivaciones también obedecían a la fórmula estética indie + movie monster–, pero Colossal se disputa en otro lugar, acaso en el abstracto mundo de las ideas y los ideales, de los espejos que nos devuelven el reverso siniestro de nuestra confortable apariencia. Todos somos monstruos. El mundo, si queremos, de las metáforas, donde los demonios que nos asustan y destruyen al resto (a quienes nos rodean) son los que llevamos dentro, los que potencialmente podemos controlar. Vigalondo mantiene consigo mismo una tensa batalla entre el salvaje desenfreno creativo (de carácter hipnótico) y la necesidad de trascender la aparente banalidad de la propuesta. Ningún otro cineasta español abraza la demencia y los saltos al vacío con tanta determinación, sin complejos ni peajes al gusto de la mayoría. Ningún otro cineasta podría deslizar un chiste alrededor del Rey Juan Carlos –“Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir”– en el contexto de una película de monstruos para entregar una de las secuencias más delirantes que este cronista recuerda.

Lo cierto es que desde su impactante y misterioso arranque, Colossal nunca anticipa el lugar al que se dirige, de modo que en cada paso del relato anida el factor sorpresa. Eso ya es mucho, mucho más de lo que cualquier película generalmente nos ofrece. Pero Vigalondo quiere trascender el apasionado homenaje cinéfago y la comicidad trastornada –vehiculada por una impecable factura CGI y una puesta en escena abonada a la inventiva visual–, de modo que en cierto momento algo definitivo se quiebra en el relato. El humor y el encantamiento dan paso a la oscuridad, la solemnidad, el trauma de una infancia quebrantada por la violencia inefable. Y es ahí, entre lo grotesco y lo sublime, que uno de los personajes principales, Oscar (Sudeikis), novio de adolescencia de Gloria y personaje que simboliza ese hogar imposible, revela su rostro bipolar que se contagia al conjunto de la película, a la postre también bipolar. A partir de entonces, determinadas escenas parecen actuar como explosivos determinados a subvertir las convenciones de una historia que empieza a adquirir sentido, como si Vigalondo disfrutara detonando su propia película desde dentro, subvirtiendo su propia fantasía. El camino no es racional sino intuitivo, las películas no tienen que explicarnos el mundo (el interior y sus monstruos, también) sino mostrarlo. Y el mundo con el que fabula Vigalondo merece ser habitado.