Uno de los grandes cineastas realistas de las últimas décadas, Richard Linklater ha hecho del estudio fílmico del transcurso del tiempo –siempre en presente, pero sin urgencias– el motivo central de una filmografía distendida y afable, engalanada por películas poderosamente cronológicas como Boyhood o la trilogía de Jesse y Celine. Sin embargo, en paralelo a su carácter desdramatizado, la obra del director texano hace bandera de un talante eminentemente subversivo, afianzado en la aguerrida resistencia al adormecimiento intelectual y al alelamiento espiritual promulgado por la sociedad de consumo. En este sentido, no resulta descabellado ver a la protagonista de Dónde estás, Bernadette –la indolente mujer-florero de un pez gordo de Sillicon Valley, asfixiada por la banalidad de la vida en la suburbia yanqui– como el eslabón más indefenso de la prolongada impugnación de Linklater al American way of life. De hecho, cabría considerar a Bernadette Fox como la prima hermana de los enajenados yonquis de A Scanner Darkly, aunque no cabe duda de que Linklater ve con mejores ojos el consumo recreativo de la alucinógena Sustancia D. imaginada por Philip K. Dick que el abuso de ansiolíticos que condena a su nueva antiheroína al aturdimiento y la resignación. Protegida por unas desmesuradas gafas de sol y unos aires de suficiencia malcarada, Bernadette aparece en escena como un histrión de la neurosis moderna: plenamente consciente de su decadencia; víctima de un mundo donde el capital persigue, con ánimo vampirizador, cualquier impulso creativo; ofuscada por el trivial circo de competitividad y sed de reconocimiento que se ha apoderado del mundo contemporáneo. De no ser por las sutiles bocanadas de humanidad que Cate Blanchett inyecta a Bernadette, estaríamos ante la caricatura de una “mujer desesperada”.

Aún así, pese a sus ademanes indolentes y su evidente abandono a una nada cotidiana –la figura de Oblómov, el protagonista de la novela de Iván Goncharov, parece recorrer toda la filmografía de Linklater–, Bernadette conserva aún, en las profundidades de su avatar desangelado, el germen del inconformismo. Y, de hecho, el modo en que esa llama interna toma forma en Dónde estás, Bernadette dice tanto acerca de la protagonista del film como de la evolución de Linklater como autor. Históricamente, en la obra del cineasta de Austin, la condición política siempre se ha presentado como un ingrediente esencial de la realidad cotidiana de sus personajes. Seguramente por eso sus mejores películas no suelen ser la más abiertamente políticas, como Fast Food Nation y su ataque contra la industria cárnica americana, o La última bandera y su disección de las secuelas del militarismo estadounidense. La vocación revolucionaria de las criaturas linklaterianas se expresa en toda su contundencia cuando lo hace de forma casi ordinaria, en encuentros fortuitos que revelan minúsculos planes sediciosos o experimentos absurdos (Slacker), en el “trabajo” de una hawksiana banda de atracadores de bancos (The Newton Boys), en los rituales de paso de unos adolescentes cualesquiera (Dazed and Confused) o, sobre todo, en la improductiva perorata filosófica de una juventud soñadora (Antes del amanecer, Waking Life, otra vez Slacker). Como resulta evidente, el escenario privilegiado de esta rebeldía carente de trascendentalismo es la juventud, aunque Linklater, amigo de las segundas oportunidades, también sabe apreciar el esplendor tardío de los niños grandes: imposible olvidar las brillantes lecciones libertarias del Dewey Finn (Jack Black) de School of Rock o las instructivas derrotas cosechadas por el entrenador Morris Buttermaker (Billy Bob Thornton) en Una pandilla de pelotas.

Pero, entonces, ¿queda algo del vitalismo fulgurante de los personajes de las primeras películas de Linklater en la acongojada protagonista de Dónde estás, Bernadette? Al parecer de este crítico, la conexión prevalece, aunque tamizada por el modo en que el tiempo (siempre el tiempo) ha ido transformando la mirada del cineasta. Y es que, pese a las llamaradas de desobediencia juvenil de la reciente Everybody Wants Some!! (no por casualidad, una película ostensiblemente nostálgica), la obra de Linklater lleva más de una década –al menos desde A Scanner Darkly, un film de 2006– asentándose sobre una poso de melancolía que el desaforado romanticismo de Antes del atardecer (de 2004) apenas conseguía ensombrecer. Bajo esta nueva perspectiva, más “madura” y sosegada, seguramente menos idealista, el cine de Linklater ha ido buscando cobijo en tonos más sombríos y gestos más aparatosos, aunque en ningún caso menos bellos: la espesura de la trágica Bernie, el ocaso de la ternura en Antes del anochecer, la discreta monumentalidad (tan termita como elefante blanco) de Boyhood, el aura de memento mori que recorría La última bandera. Es bajo este “estado de las cosas” que cabe observar Dónde estás, Bernadette, una película en la que la protagonista apenas alberga fuerzas para rebelarse de forma cotidiana y debe recurrir a uno de los más ostentosos aspavientos dramatúrgicos: la desaparición. Un eclipse en toda regla que invita a abrazar la interesante teoría de Carlos Losilla, según la cual ciertas películas de Linklater (las más colaterales de su filmografía) estarían tocadas por el estilo Antonioni. Así, a “los desenlaces trágicos que no llegan a nada” de Suburbia y a la cinta de Tape que nunca llega a revelar su contenido (a lo Blow Up), habría que sumar ahora la desaparición de Bernadette, aunque no hay que perder de vista que el nuevo film de Linklater, lejos de las transgresiones de la modernidad más vanguardista, presenta una estructura narrativa marcadamente ortodoxa, con su presentación de personajes, su nudo marcado por “l’avventura” de la protagonista y un tercer acto de manual (lo peor de la película) que se asoma peligrosamente a los abismos del subrayado dialogado y del sentimentalismo. Para este crítico, el mayor interés de Dónde estás, Bernadette se concentra en el arranque del film, cuando Linklater y Blanchett se compenetran para dejar entrever, mediante un trabajo físico-arquitectónico de puesta en escena, el malestar de la protagonista. Un desasosiego que se hace patente en la fuerte discrepancia entre el acomodado estatus de Bernadette y el decrépito estado de una casa familiar al borde de la ruina. Convertida en una acaudalada heredera del Charlot de La quimera del oro, la paradójica criatura encarnada por Blanchett parece pasearse por su cochambrosa mansión-choza emulando las piruetas y tambaleos del maestro del slapstick.

Para intentar comprender las virtudes y limitaciones de Dónde estás, Bernadette, resulta imprescindible atender al abismo filosófico y temperamental que se abre entre la despiadada novela homónima de Maria Semple, en la que se basa el film, y el imaginario obstinadamente humanista de Linklater. La distanciada obra de Semple –construida enteramente a partir de documentos escritos: cartas, memorandos, e-mails y otras notificaciones que incumben a los protagonistas del relato– ofrece una mirada sangrantemente satírica de un mundo dominado por la alienación y el recelo, un retrato que acaba impregnándose alegremente del sarcasmo, la bilis, la misantropía y el cinismo de sus personajes, a la manera de La conjura de los necios de John Kennedy Toole. Por su parte, Linklater acomete la misión casi imposible de hacer suyo este material narrativo rehuyendo la bufonada cruel y, ante todo, acercándose y empatizando de manera profunda con el pesar y las preocupaciones de sus tres protagonistas: Bernadette, su hija (Emma Nelson) y su marido (el siempre comedido Billy Crudup). Pese a todo, la singular estructura de la novela obliga a Linklater a traicionar algunas de sus máximas, como su reticencia a emplear flashbacks y flashforwards, y a realizar algunos malabarismos formales, como la introducción de un falso reportaje que alumbra al espectador acerca del pasado de Bernadette (un juego con el falso documental cuyos resultados palidecen ante el recuerdo de la suculenta hibridación de ficción y realidad sobre la que se sustentaba la magistral Bernie). Sobre esta tensión entre un material ajeno a la sensibilidad del cineasta y la personal reivindicación del valor de la creatividad como motor de la experiencia humana, Linklater confecciona una película que viene a consumar el coherente giro melancólico y crepuscular de su filmografía. Porque ser un artista comprometido con lo real implica nunca dejar de perseguir el curso de la vida, lo que implica, en un momento dado, aprender a saborear, sin abandonar el resplandor del pensamiento utópico, la amargura que dejan a su paso los sueños no realizados, las renuncias sangrantes, las ilusiones desbaratadas.