10 películas para recordar (con enlaces a nuestras críticas y podcasts):

1. Dragged Across Concrete, de S. Craig Zahler.
2. Burning, de Lee Chang-dong.
3. El hilo invisible, de P.T. Anderson.
4. Long Day’s Journey into Night, de Bi Gan.
5. L’empire de la perfection, de Julien Faraut.
6. Los archivos del Pentágono, de Steven Spielberg.
7. Grass, de Hong Sang-soo.
8. Al otro lado del viento, de Orson Welles.
9. Atardecer, de László Nemes.
10. El reino, Rodrigo Sorogoyen.

5 momentos cinéfilos estelares:

GIJÓN: Descubrir la obra de Johann Lurf en las condiciones óptimas (de proyección; de programación) que nos brindó el FICX. El flechazo llegó con ★, collage de amor dedicado al poder representativo de un séptimo arte siempre hipnotizado por las estrellas. El auténtico reto lo disfrutamos en un programa de cortos cuya cima la marcó Vertigo Rush, metralleta sensorial con Alfred Hitchcock en el punto de mira, y que muy a punto estuvo de desbordarnos. Fue en ese momento de más intensidad en el órdago diseñado por Lurf que un espectador no pudo reprimir un grito que se quedó a medio camino entre la blasfemia y la exclamación más reverencial. Momentos después, el propio autor confesaría estar sorprendido por el impacto de sus creaciones en estas condiciones de exhibición. Cine que estimula; cine que ataca. Cine concebido en la pequeña sala de proyeccionista… y que adquiere una nueva vida cuando se proyecta a lo grande.

LOCARNO: Una vez pasado el ecuador de la 71ª edición del Festival de Cine de Locarno, apareció Mariano Llinás. Fue en la PalaExpo, la sala más grande del certamen suizo: un escenario colosal para un personaje que definitivamente solo entiende de medidas gargantuescas. El autor de La flor (una película de películas que necesitaría un TOP10 para ella sola) se encargó de las presentaciones, en un italiano que nada tenía que envidiar al de Joaquín durante su paso por la Fiorentina. El artista llegó con su obra bajo el brazo, porque no podía entenderse la obra sin el artista. Empezaba así la gira internacional de una propuesta legendaria, de un show gigantesco, en parte porque entendía que sus repercusiones iban más allá de la (gran) pantalla. La flor empezó oficialmente con Llinás reinventando el término “macarrónico”, y siguió en las tertulias de intermedio, y en las discusiones post-proyección… y con esa voz en off que seguía resonando mucho después de que hubiera terminado aquella sesión.

CANNES: Admito que entré en el primer pase de Long Day’s Journey into Night (Largo viaje hacia la noche) acompañado por el miedo con el que suelo entrar en casi todas las proyecciones de Un Certain Regard, ruleta rusa más o menos oficial del Festival de Cannes. Me metí en la Sala Debussy con el pánico por estar sujetando, una vez más, unas gafas polarizadas, y con poco más que las buenas referencias que me habían llegado del trabajo previo de su director: Kaili Blues, película que todavía no había podido ver… pero que devoré nada más regresar al hogar. Con esto me dejó la 71ª edición de LE Festival, con las ganas irrefrenables de empaparme de todo lo filmado por Bi Gan. La razón estuvo en aquel pase, el de su segundo largometraje. Descubrir Long Day’s Journey into Night fue recordar que el cine puede hacernos volar… y soñar. Así transcurrió la proyección en esa sala que se reivindicaba, de nuevo, como un Cementerio de esplendor: entre bocas abiertas y ojos convenientemente tapados por el cristal oscuro de aquellas malditas gafas. Unos emitían sonidos de profunda admiración; otros directamente roncaban. Unos observaban; otros dormían. Todos viajaban. Todos acertaron en su manera de abordar una de las películas más alucinantes de la temporada.

SITGES: El festival más fantástico del mundo no podía contentarse con un solo momento estelar, y no paró hasta hacer el doblete. El primero ya sabíamos que se iba a dar antes siquiera de que todo empezara a rodar, pero no por ello dejó de ser emocionante. El Auditori estuvo a punto de estallar con la presentación oficial de Mandy, de Panos Cosmatos, película convertida ahí en excelente excusa para entregar a Nicolas Cage (Premio al Mejor Actor en 1989, en ese mismo certamen, por Besos de vampiro) el reconocimiento que merece su (inabarcable) carrera. Así, este mito con patas encontró tiempo entre las múltiples docenas de rodajes en los que se enfrasca cada año, y subió con arrojo a un escenario que parecía llevar su nombre. El público enloqueció (más aún, teniendo en cuenta los estándares de Sitges) con la coartada de ver a su ídolo de nuevo en lo más alto (¡por fin!), y de un discurso de agradecimiento que, como no podía de ser de otra manera, nos invitó a enloquecer. Porque el cine (de género) lo merece; porque Nicolas Cage sólo hay doscientos. Pocos días después, en la otra punta del pueblo, un reducto de jóvenes japoneses, completamente desconocidos, conquistaba el cine Prado. A la una de la madrugada terminó el último pase de la, por aquel entonces, ya-confirmada sensación de Sitges 51. One Cut of the Dead, de Shinichirô Ueda, llegó a nosotros como un trabajo de estudiantes muy bien abalado por el equipo de programación del festival, pero creció hasta convertirse en una de las cintas de género más importantes de los últimos años. Se encendieron las luces de la sala a horas indecentes, y vi como prácticamente todo el mundo había tenido la decencia de permanecer en su asiento… para inmediatamente después levantarse de él y ovacionar a aquellos estudiantes, convertidos en maestros de un arte sustentado y elevado (ya se vio) por el colectivo.

SAN SEBASTIÁN: En un Teatro Victoria Eugenia lleno hasta los topes, Hirokazu Koreeda recogió el Premio Donostia. Meses antes se había encumbrado en Cannes con la Palma de Oro concedida a su nuevo “asunto de familia”. El cineasta nipón tocó el cielo en la Croisette, pero fue en San Sebastián (su hábitat natural años atrás) donde le vimos más emocionado. Presidiendo la ceremonia estaban Jose Luis Rebordinos y Thierry Frémaux: máximos honores para un hombre que, junto a su obra, parece que quiera hacernos recobrar la fe en el género humano. Para muestra, el momento en el que se le entrega el susodicho premio honorífico, y la gente ahí presente no ve el momento de dejar de aplaudir, y él, abrumado, superado, que no sabe cómo hablar, que se le ha olvidado… Y como no le salen las palabras, deja que fluyan las lágrimas. Y lo intenta de nuevo, pero no encuentra la voz. Y sigue llorando, y parece disculparse con tímidos gestos de respeto; de agradecimiento. Y yo, que me acuerdo, siento que pierdo la capacidad para expresarme. Y en efecto, no hay texto que pueda sintetizar la emoción y la calidez de aquel momento. Sólo puedo remitirme, y remitirte, a las imágenes. Sucede lo mismo con el cine de Koreeda. Estaba escrito.